Lectura de Cuentos
Actividad Final Talleres Teoría y Práctica Narrativa
Este Miércoles 10 de diciembre
6pm en el Chateau Rougue

Sonata Número 9, Opus. 47.


Esa noche ella le pidió que el ensayo fuese en el teatro. Se encontrarían a las nueve. Él recién cumplía sus veintiún años y ella se disponía finalmente a darle un regalo. El escenario estaba iluminado por una luz tenue que relumbraba sobre el piso claro de madera. El piano permanecía en el centro, callado, con la tapa a medio abrir. Sofía había hecho transportar su Schickering&Sons hasta allí sólo para la ocasión. Planificó que este momento fuera lejos de su hogar para evitar las usuales interrupciones de su esposo o sus hijos. En este ensayo serían sólo cuatro: el piano, el violín, Antonio y Sofía juntos en el teatro solitario. Ella llegó mucho antes que él, calentó unos veinte minutos en su piano y le ajustó los martillos a éste para que sonara opaco. Ése era el color que necesitaba esa noche, opaco.

El piano se veía imponente con sus grandes patas de hierro. Aquel año cuando llegó a sus manos, el instrumento cumpliría unos cien años. Ella lo recibió tras negociar con una viuda de un gran concertista, quien pensaba que al deshacerse del piano de su difunto marido se olvidaría de todos los tormentos que éste le trajo a ella. Era una reliquia maldita con un sonido grande y capaz de ser tan oscuro como el color de su madera o tan brillante como sus 88 teclas.

Antonio entró por la parte de atrás del teatro y divisó a Sofía poniendo una partitura en su atril. Miró el traje color verde que ella llevaba puesto. Estaba muy elegante. El siempre la veía como su pianista acompañante aunque mientras tocaban siempre la sentía de una manera extraña y necesaria que él solo podía reciprocar con una frase musical.

Sofía sabía muy bien que los padres de Antonio le habían hecho aprender francés, así que cuando colocó el texto sobre el atril tuvo la certeza de que las palabras impresas entre pentagramas delatarían sus intenciones. Ciclo de Arietas Olvidadas, tradujo él una vez se acercó a la partitura reconociendo que éstas eran de Claude Debussy.

- ¿Canciones de Arte?, miró asombrado.

-Green. Quiero que la toquemos, es tu obsequio de cumpleaños

El tomó la hoja en sus manos y comenzó a leer aquel texto de Paul Verlaine

“Voici des fruits, des fleurs, des feuilles et des branches
el puis voici mon cœur qui ne bat que pour vous.
Ne le déchirez pas avec vos deux mains blanches
Et qu’ á vos yeux si beaux l’humble présent soit doux ’’


Ella comenzó a tocar el acompañamiento y él que no había sacado su violín aún, salió rápidamente del teatro. No quería escuchar el piano, todo lo que ella producía con sus manos lo confundía, incluyendo aquella carta que le dejó en su estuche esa misma noche. Todo podía pelearlo, todo menos lo que ella le comunicaba con aquel instrumento. No la vio más. Se había quedado con la extraña sensación de quien rechaza algo aún sin aún probarlo y luego lo desea incesantemente. A pesar de eso Antonio se decidió a proseguir solo, dejando todo atrás. Incluyendo ese sentimiento maldito que lo perseguía.

En una de sus presentaciones conoció a Irene y se comprometió con ella. Irene era todo lo contrario a Sofía, trigueña, de pelo largo, ajena a la música y diez años mayor que él. Luego de un año de relación le dijo a Irene que tenía su primera gira de conciertos alrededor del mundo. Ella le propuso esperarlo.

.
Era otoño, y en el Memorial Hall, la balada de Chopin se colaba en los pasillos del noveno piso del Departamento de Música y se adentraba en el cuerpo de Antonio. Persiguió la pieza hasta asomarse a un salón donde encontró a Sofía sentada al piano. Cerró la puerta, la besó y la tomó por completo en la banqueta negra de cuero del instrumento. Ella decidió abandonar todo lo que tenía en su país por ir tras él. No dio explicaciones, lo único que trajo consigo fue su instrumento. .

Antonio había logrado éxito tras haber tocado el triple concierto de Vivaldi con su profesor de violín y con el legendario violinista Ruggiero Ricci. Luego de la ovación le ofrecieron una serie de recitales en el Kennedy Center, Carnegie Hall, Auditorium Theatre, Festival de Gesse en Francia y el Festival de Alba en Italia. Cerraría la serie en San Petesburgo, Rusia interpretando el Tchaikovsky.

Durante el tiempo que Antonio estuvo fuera Irene leía las reseñas de sus conciertos con Sofía, éstas los describían como "un dúo apasionado y excitante". Mientras más reseñas leía más adjetivos como "profundos", "acoplados" y "penetrantes" aparecían dejándola siempre muy celosa. Se llenaba de ira y le reclamaba cada una de las presentaciones a su Antonio. Este para tranquilizarla acordó transportarla al concierto que daría en el teatro de San Domenico en Italia. Para él éste sería el concierto más importante de su carrera pues tocaría el Stradivarius Vesubio 1727, el cual sería sacado de su estuche de cristal del museo de Cremora sólo para la ocasión. El violín llevaba unos sesenta años sin ser sacado del museo. Cada cierto tiempo un violinista entraba supervisado al museo a tocar el instrumento para mantenerle el sonido pero el Vesubio no había tenido la oportunidad de resonar en un escenario hasta ese entonces.

Irene llegó a Italia y fue recibida por uno de los oficiales a cargo del Festival de Música di Alba. Antonio no podía recibirla personalmente por tener que permanecer con la escolta del museo durante el tiempo que tocara ese violín. Esa misma noche sería el concierto. Un luthier y un curador sacaron el violín del museo con una escolta de doce patrullas de policías en un automóvil blindado con temperatura controlada. De camino al teatro Antonio se acordó de los ensayos con Ruggiero Ricci quien tenía un Stradivarius y siempre marcaba el tempo dándole cantazos en el diapasón al violín con el arco. En medio de la escolta iba montada Sofía vestida con un traje verde largo entallado, detrás, en el carro blindado iba Antonio con el violín y los oficiales del museo. En un carro aparte les seguía Irene ya cansada de tener que soportar lo que no le tocaba.. Cuando llegaron al teatro, a Irene la llevaron hacia un asiento separado especialmente para ella. Mientras Antonio tuviese a su cargo el Stradivarius valorado en más de cuatro millones de dólares, no podía separarse de él, ni de la escolta del violín, así que Irene tenía que permanecer sola hasta el final del concierto. Esa noche el dúo abría el recital con la Sonata Número 9 Opus 47 de Ludwig van Beethoven, la Kreutzer. Luego de ambos haber calentado, salieron juntos al escenario, afinaron sus instrumentos, se miraron fijamente a los ojos, respiraron a la vez y Antonio tocó la entrada de la Sonata que luego de cuatro compases contestó Sofía con la misma intensidad de aquel fortepiano que él había interpretado. Ella comenzó un crescendo que tomó él en sus manos y cayeron juntos en un sforzando climático que se sentía en el pecho de todos los allí presentes. Jugaron con las dinámicas hasta fallecer lentamente en un piano y un pianissimo que delataba una complicidad más allá del pentagrama.

Irene no podía creer lo que oía, ya no eran sólo las críticas que leía, ahora era ella la espectadora que presenciaba y escuchaba todo. Se dio cuenta que no cabía en la interpretación, no cabía en el escenario, y no tenía lugar en aquellas manos. Ella era como el silencio en la pieza. Aguantó con el pecho apretado aquella conversación intensa entre los instrumentos que ella no entendía. Sintió el sonido del Stradivarius en el vientre y presenció cómo el piano le quitaba a su Antonio en cada fraseo, en cada contestación. Sofía pasó la página frenéticamente y volvió a mirar a los ojos a Antonio, esperando su entrada al Adagio. En ese momento, en aquella nota suspendida, en aquel acorde quebrado, Irene se levantó de la silla y sin nadie más notarlo, huyó del teatro. Él la miró. Con un gesto de indiferencia, sonrió y retomó la pieza.
DERECHOS DE AUTOR:
Noelia Cruz y Teófila Gamarra

Vacío Eufórico


Dos dólares. Dos billetes, arrugados y gastados por el tiempo y el uso, sujeta Florencia en sus manos frías y sudadas. El vestíbulo del Tisch School of the Arts de NYU jamás se ha sentido tan solitario. La saturación de caras desconocidas e indiferentes a su alrededor comienza a provocar que aquel pánico tan familiar resurja en su mente.

Te va a comer viva la mierda.

Florencia alterna su mirada petrificada entre el dinero y los estudiantes. No encuentra qué hacer: desayunar agua con un leve sabor a arena de café americano a las ocho de la noche o tomar el tren. Calmar el hambre por no haber comido en treinta y seis horas y trece minutos o ahorrar el caminar hasta el carajo viejo de Sunset Park. Las náuseas y el deseo de soltar un llanto inconsolable incrementan súbitamente.

Te va a comer la mierda.

Tu padre y yo no te ayudaremos a convertirte en un fracaso.

Florencia, paralizada en medio de la nada, se encuentra una vez más en su antiguo apartamento en la calle Bosque en Mayagüez. Un día en el que el otoño puertorriqueño vistió el cielo de gris, Florencia estuvo media hora parada frente a la puerta. No encontraba cómo abrirla y salir rumbo a su clase de Cálculo III. Ante una acción aparentemente tan sencilla, tuvo que sacar la valentía de donde no la tenía para dejar atrás tres semanas de encerramiento y aislamiento.

Cada paso que tomaba hacia el recinto se hacía más oneroso. Los condominios crecían y se le venían encima. Los estudiantes se convertían en mutantes que amenazaban su espacio personal y le apuñalaban con sus miradas fijadas en ella. Su visión cada vez se tornaba más borrosa, sus ojos inundándose con lágrimas.

No quiero ir, no quiero ir, no quiero ir...

Jóvenes, recuerden que sus carreras son para el resto de sus vidas.

No quiero ir, no quiero ir.


Su mente se silenció. No recuerda bien en qué momento fue, pero sus piernas dejaron de funcionar en la intersección de la Bosque y la Post. Se sentó en la acera ante su debilidad física. Sintió como las compuertas de la represa se derrumbaron y, con un gemido doloroso, soltó las riendas. Sus sollozos opacaron las voces de aquellos transeúntes que le preguntaban si estaba bien. Ignoraba el olor fuerte de orina y cerveza en la cuneta. No pudo hacer nada más que llorar.

“Mujer, ¿dónde estás?”

De vuelta a Nueva York, Florencia reconoce ese acento madrileño y el perfume natural del hombre que le susurra.

“No lo sé.”

“Mírame.”

Ella se voltea e inmediatamente se aferra en un abrazo con esa estructura corporal que emana seguridad. No siente la necesidad de obedecerlo. A ojos cerrados puede visualizar ese rostro de gitano español – sus ojos marrón llenos de compasión y ternura; su nariz protuberante que aun mantiene un grado de perfil fino; sus labios ligeramente gruesos que se esconden detrás de una barba algo descuidada; sus pómulos altos y definidos que le restan un poco a su masculinidad.


Acariciando su melena castaño claro y ondulado, Joaquín intenta consolarla.

“Estás donde tienes que estar.”

***

La vellonera emprende a llenar el local con la voz de José Feliciano cantando “Light My Fire”. Esta noche no hay performeros ni poetas ni jazz tropical en vivo en la tarima de aquel café teatro del Lower East Side. Sin embargo, eso no detiene a que el espacio esté casi lleno de neohippies bohemios que prefieren estar allí que en una barra en Midtown escuchando a unos borrachos encorbatados desentonando a Barry Manilow.

Joaquín observa cuidadosamente a Florencia mientras ella se devora una hamburguesa. Ella trata de disimular el hambre viejo que tiene, pero el sabor de las cebollas cocidas mezcladas con el queso americano derretido la seducen hasta olvidar los modales que le enseñaron desde pequeña. Levanta la mirada del plato y se percata que el patrocinador de su desayuno nocturno intenta leer sus pensamientos.

¿A qué le temes?” pregunta Joaquín.

“Después de luchar tanto para llegar aquí, siento que voy caminando por una calle sin salida.”

Inmediatamente, sus ojos marrones comienzan a aguarse. Pierde el apetito. Su garganta comienza a cerrarse.

“Sólo cambiaste de código postal. Estás a mitad del camino.”

“¿Qué hago?”

“¿Recuerdas cuando nos conocimos?”


Florencia sonríe.

“Me leíste las cartas del tarot.”

“La carta del carnaval.”

“Me dijiste que a pesar de sentir que estoy en medio de una algarabía, iba por buen camino.”

La ansiedad vuelve a desaparecer lentamente. Joaquín la contempla con tristeza.

“Aun no te lo crees.”

“Esa noche sí. Y la mañana siguiente. Sabes impresionar.”

Ahora es el madrileño quien se sonroja.

“A ti, a los hombres y una que otra tía.”

Ante unos segundos de silencio, el español continúa.

“Vamos a mi departamento.”

En esos instantes, Florencia se pregunta si este hombre ha olvidado el pacto al cual llegaron hace un mes atrás. La duda comienza a desarrollar un juego coqueto con su cerebro.

“Es muy tarde ya para que andes por Sunset Park.”


***

Dos dólares. Dos billetes sujeta Florencia en sus manos. La esquina de la Quinta Avenida y la Calle 8va está repleta de gente con prisa. Esta mañana no hay mutantes. El edificio del Tisch se encuentra de tamaño normal. A pesar de las diferencias estéticas, Florencia compara este momento con aquella mañana en la acera entre la Bosque y la Post.

Después del llanto le quedó un vacío. Se percató que no sentía más dolor. No sabía como describirlo, pero tenía una sensación que sólo lo podía definir como un vacío eufórico. Existía una mezcla de adormecimiento emocional con un exorcismo de los demonios que hasta unos momentos domiciliaban en su psiquis.

Una vez más, Florencia se encuentra en ese vacío eufórico. Guarda el dinero en el bolsillo de su mahón. Entra al vestíbulo de la escuela, le pasa por el lado a la máquina de venta de café y va directamente hacia el tablón de anuncios. Después de varios segundos, encuentra una hoja la cual notifica que se busca un asistente bilingüe en inglés y español para la Oficina de Estudiantes Internacionales.

Estoy donde tengo que estar.

Muerte y Libertad


Sabe usted, Padre Juan, nuestra casa está en un lugar apartado en el que solo entran los que vivimos allí. Descansa en la cima de una pequeña montaña. Está rodeada en tres de sus lados por una muralla natural que impide la vista desde el exterior. En la parte trasera baja una larga y difícil escalera hecha de ladrillos desigualmente colocados, haciendo que sobresalgan filosas esquinas al encuentro de los aventurados caminantes. Al final hay un río que todos los días se pasea tranquilamente por la orilla. Vivíamos allí mi madre, mi padre y yo.


Desde muy pequeño fui muy tranquilo. Mi vida giraba en torno la escuela y mi santuario de cuatro paredes, mi habitación. Un pequeño cuadrado decorado con finos bordes que simulaban el sistema solar. En un lado estaba mi cama, en otro el gavetero donde guardo mi ropa, mi escritorio con mi computadora y un estante lleno de libros... libros que me habían hecho olvidar por ratos lo que ocurría en mi vida.


Me mostraba tímido e introvertido aunque siempre fui de mente muy despierta. Reconocía todo lo que pasaba a mí alrededor, sabía lo que ocurría en mi casa. Como ya usted sabe, desde el momento en que nací, mi padre trató de negarme. Lamentablemente, solo con ver nuestro gran parecido físico se sabía que yo sí era su hijo.


Mi madre… una excelente mujer. Siempre se ha sacrificado por mí. Sola ha sacado este hogar hacia delante. Pero Damián… mi padre, era cosa aparte.


Aunque no lo parecía, era un hombre poco culto. No puedo negar que era trabajador, pero todo lo que ganaba lo guardaba para él, lo gastaba con mujeres o bebiendo en cualquier cuchitril. Le encantaba vestir bien para impresionar a la gente. Delante de las demás personas era uno y en casa era otro muy distinto. Se creía que se las sabía todas y se pensaba a sí mismo como un dios. No creía en algo más allá de él. Era un inconsiderado y cuando estaba enojado reaccionaba de manera violenta… muy violenta…


La noche antes de su extraña muerte, era de madrugada, ya mi madre y yo dormíamos. Otra vez llegó borracho a nuestra casa. De pie frente a la puerta la golpeaba casi hasta tirarla. Mi mamá se despertó de golpe, con el corazón en la boca y temblando por lo que se aproximaba, se acercó… quitó el seguro y lentamente abrió la puerta hasta que entre la oscuridad de la noche distinguió la figura tambaleante de su marido.


Damián la empujó contra la pared… mi madre cayó al suelo llorando mientras se cubría la cara para protegerse de la lluvia de golpes que le propinaba su marido sin causa alguna… Escondido detrás de la puerta entreabierta de mi cuarto lo veía todo… Maldito hombre repugnante y abusador…


Ese día fatídico estaba él allí, al borde de aquella escalera. Distraído miraba al horizonte, quizás planeando alguna nueva manera de hacernos daño. De pronto sentí un escalofríos pasearse por cada centímetro de mi cuerpo. Ahí estaba… ese ser odioso que tanto mal nos había hecho. Estaba de espaldas a mí y frente a la larga escalera que llevaba al río. Mi cara se cubrió de un insoportable sudor, mis manos temblaban como loco y algo muy dentro de mí salía a la luz y me decía suave y atractivamente sin cesar:
“Hazlo”
Me puse de pie pero, simplemente… no podía avanzar. En ese momento la funesta voz repetía ahora insistentemente:
“Hazlo. hazlo”
Los chorros de sudor frío quemaban mi cara y recorría todo mi cuerpo humedeciendo mi ropa. Escuché otra vez la voz que me ordenaba a gritos:
“¡Hazlo… te digo que lo hagas!”
Levanté la vista, mis pupilas estaban dilatadas y solo miraban el objetivo.
Comencé a andar en silencio, el paso era rápido y seguro. Justo cuando llegué donde él ocurrió lo inesperado, se volteó y me miró a los ojos. Puse mis manos sobre sus hombros, la sonrisa que tenía dibujada en sus labios se fue desvaneciendo poco a poco mientras buscaba con sus ojos qué escondían los míos, entonces, le dije con toda la calma del mundo:
“Hola… y… hasta nunca…”
Sus ojos se abrieron como dos lunas enormes. Su cara completa por primera vez se llenó de terror al saber lo que inevitablemente sucedería. No tuve que hacer ningún esfuerzo para que perdiera el equilibrio y cayera. Solo pudo emitir un grito sordo… un grito que nadie escuchó.
Lo vi rodar por las escaleras. Cada peldaño fue como un látigo que condenaba cada uno de sus pecados. Todo quedó lleno de sus diabólicos fluidos… su sudor, su saliva… su sangre.
La escalera casi se convirtió en una alfombra roja por donde rodaba el cuerpo de aquel hombre sorprendido, no solo por el fatídico ataque, sino por el imprevisto agresor.


No se agobie, Padre Juan, todavía sentía su aliento. Por eso me senté junto a su moribundo cuerpo a esperar ese último suspiro que marcaría el fin de su asquerosa vida. Tosió, trató de hablar pero yo no lo escuchaba, su vida se iba apagando lentamente y yo… solo esperaba.


Cuando me volví a mirarlo otra vez… ya no respiraba. Su boca dibujaba una horrible mueca de dolor y sorpresa, y sus ojos reflejaban el terror que por primera vez sentía al saberse mortal.
En ese momento me levanté. Ningún remordimiento recorría mi cuerpo, hoy no siento el más mínimo temor por lo que hice. Soy culpable, culpable de liberar a mi madre, de liberar mi existencia y no me arrepiento en lo absoluto.


Hoy el río continúa su tranquilo paseo por la orilla, esta vez teñido de muerte y libertad.
Parece usted muy impresionado con todo lo que le he dicho Padre Juan, pero es cierto. Todo el mundo lo conocía, pero, a la misma vez, nadie sabía quién era en realidad, solo mi madre y yo.
Desde hace mucho había querido contarle todo a alguien, alguien que se viera forzado a callar y decidí que esa persona sería usted. Pero claro… todo bajo el secreto de confesión…
DERECHOS DE AUTOR:
Emmanuel Ocasio Acevedo

Soy más plátano que maíz

Eran las 7am y al fin llamaron la zona 4, siempre me toca en las últimas filas cuando viajo. Esta vez me iba completamente sola, no había con quien encontrarme en Chiapas a mi llegada sólo había un lugar relativamente seguro donde quedarme. Era la segunda vez que viajaba a San Cristóbal, y la cuarta que vez que iba a México.

Finalmente me dieron el fellowship de la National Science Foundation, esta beca me cubría para dos o tres viajes, iba entusiasmada con el proyecto, con ideas para contrarrestar los usos de los herbicidas en los cultivos. Me iba a contar hierbas en los altos de Chiapas, a perderme finalmente en los lugares que siempre me habían buscado.

En el avión iba leyendo todos esos artículos científicos de Miguel Altieri, de John Vandermeer, pero en mi mente sólo cabían los relatos del sub-comandante Marcos, de Don Durito de la selva Lacandona, de los Acuerdos de San Andrés, de la toma de la plaza en San Cristóbal y de la Otra Campaña. Luego de tres horas de vuelo para llegar a Miami, otras tres para DF y quien sabe cuanto más hasta San Cristóbal terminé concentrada en mis lecturas sobre transectos y cuadrantes, sobre manejo integrado de plagas, sobre facilitación y alelopatía en las interacciones planta-planta. En todo eso en lo que me había convencido a mi misma que me tenía que concentrar, en lo que pensé que trabajaría por el resto de mi vida. Por un lado pensaba en la ciencia de las plantas y la selva tratando de ignorar esas imágenes que fui formando en mi mente desde pequeña cuando leía de Gioconda Belli en la selva nicaragüense, de las guerrilleras en los tiempos de Zapata, de la comandante Elisa y de todas esas mujeres que desde muy chica admiraba. De pronto sentí el pequeño avión aterrizar en suelo chiapaneco, en ese aeropuerto conformado por un solo pasillo en Tuxtla Gutiérrez.

Salí a la calle con un frío veraniego que solo encuentras a las diez de la noche en los cerros chiapanecos. Escuché ese acento que tanto extrañaba y un: señorita quiere un ride. Contesté que sí, que si iban hacia San Cristóbal. Cuando ando en México pierdo todas mis inhibiciones y por tanto me monté con la familia que sólo había conocido por unos minutos en un intercambio de palabras en el aeropuerto. El más chico, un muchacho como de quince me preguntó: ¿De dónde es que eres, de Costa Rica?
No, de Puerto Rico y el padre me preguntó mi nombre como por tercera vez ¿y cómo es que te llamabas?
Adelita contesté.

Al fin nos aproximábamos a esos lugares que podía reconocer, a esas montañas san cristobalenses que había visto en marzo. Me preguntaron a donde me dirigía: A Ramón Larrainzar número 102.

Resultaron haber cinco 102 y a eso de las de las 11:30 de la noche iba caminando de lado a lado buscando cuál de esas sería mi casa por los próximos tres meses. Desperté a un par de mis vecinos próximos y finalmente en el frío del Huitepec, como si hubiese olido el romero que se encontraba en la puerta de lo que sería mi cuarto, encontré mi casa, rodeada de árboles de duraznos y flores. Mi casa era un cuarto grande de varias extensiones separadas por mitades de pared que habilité con dibujos, una greca para el café, unas flores de la sierra y una pequeña estufa que había que conectar y desconectar para calentar la tortilla y el jamaica. No tenía nevera ni ningún otro enser y por tanto se me dañaban todos los quesos que no me podía contener en comprar cuando iba al mercado por que sabía que en Puerto Rico los iba a extrañar y no los iba a poder volver a oler y saborear. Con esa fiebre por seguir conociendo las plantas y la gente que conforma este estado terminé perdiéndome en las áreas más al sur. Siendo alguien que vive muy cerca del mar y que pisa arena diariamente, no me pude contener y opté por desaparecer, o más bien por descubrir un mundo que no conocía.

A las 4 de la mañana salí hacia el sur y de aventón en aventón al fin me perdí en las áreas más calientes del estado.
No sabía donde estaba, sudé tanto que me sentí parte del sol. Me resplandecía el pecho y sentía mi cabello chorreando. Todo se volvía agua en estas áreas candentes, todo es sudor. Las flora también transpira e intensifica la humedad, se vuelve agua, el viaje es por puro río. Allí en ese afluente vi las primeras señales de vida humana, unos niños que me llevaban a alguna parte, que iban jugando conmigo a lo lejos, conmigo el extraterrestre de figura rara, al menos en esas áreas.

Nadábamos río abajo a ver que encontrábamos, a ver hasta donde llegábamos, cuando hallamos un cayuco en el medio de la inmensidad selvática. Estaba amarrado a un árbol que servía como indicador del comienzo de un camino. Los seguí por la vereda de lodo compactado, íbamos alejándonos del río y adentrándonos entre árboles inmensos a las áreas más remotas del Misol Há. Allí los niños se hicieron choles. Allío no hablaban español pero me mostraban todo, lo primero que conocí fueron las jalapas hechas del material de la zona. Con ellos corrí varios senderos, jugábamos con lo que encontráramos y subimos las cuestas que el monte iba formando, para tener que volver a bajarlas nuevamente.

Eso hacíamos nos mecíamos entre monte y río, subíamos y bajábamos las cuestas más empinadas de la inmensidad chiapaneca. Los niños me dirigieron a lo que me enteré era su tío que vivía en territorio del gobierno, no en lo que llamaban territorio autónomo. Nos pidió que lo ayudáramos a cargar bloques traídos por una ONG para construir unas estufas ecológicas y nos fuimos junto a él y a muchos otros señores y niños que acababa de conocer cuesta abajo. Un poco desesperada y cansada de un día tan largo los niños que notaban cada gesto y sentimiento que tenía s sin necesidad de hablar, me traían carambolas y otros frutos, que me hacían sentir en Puerto Rico y que quitaban la sed que traía.

Y allí estaba él, Daniel, con su piel dorada, con la frente sudada y la espalda asquerosa; pero tan feliz, cargaba bloques conmigo. Bajábamos por las sendas más largas de la selva, las que separaban la comunidad zapatista de la no zapatista. Cada vez nos adentrábamos más monte abajo, atravesando los matorrales, picados por zancudos y húmedos con ese sudor feliz. Con el sudor que te despoja de todo lo malo, o todo lo que piensas malo. Ese era el sudor que le bajaba por la espalda y que delineaba la fuerza que tenía en la misma. Era ancha con líneas que formaban los músculos jugando con la parte alta. Trabaja como escultor en la ciudad, me imagino que por eso estaba acostumbrado a cargar piedras. Cargaba los bloques transpirado, pero no con angustia, los cargaba como en un juego que tenía entre él y la montaña. No sé ni quiero saber cuanto caminamos, es la cuesta más larga que he bajado en mi vida. Todo por llegar a esa comunidad enmascarada, a la comunidad de las tortillas de yuca. De momento vimos el letrero pintado con la estrella roja Bienvenido a territorio rebelde. Comunidad Aútonoma Zapatista: Nuevo Progreso Aguas Azul

Adentrados en la profundidad del Misol Há. Estábamos cerca de las aguas azules que frotan el lodo, que hacen que el babote brille y delatan a los peces que desean cruzarlas. Pronto se vuelven turbias por que se aproxima la lluvia. Esa precipitación en revuelca que las hace ver sucias, las vuelve lodosas aunque sea por un día o dos, pues no todo puede ser paraíso. En esos días permanecemos sumergidos en la selva, en los lugares más recónditos tratando de hacer tortillas de yuca y maíz. En un alás, alás los niños nos llevan a sus jalapas, al lugar donde permanecimos por varios días. Con los bloques todavía en nuestros hombros entramos a lo que sería nuestro hogar por ese tiempo, a casa de Milagros Xoc y Roberto Yajaón. Eran parte de la junta del buen gobierno y de los únicos que hablaban castellano. Por lo que nos podíamos comunicar un poco mejor y aprender palabras para utilizar con las otras familias y los niños. Con ellos aprendimos a alás con el ak, y sembrar las pak’, pero mayormente permanecíamos de jalapa en jalapa cobijándonos del exceso de lluvia y tratando de entendernos sin palabras.

En medio de esa lluvia, en una de las jalapas húmedas pero calientes por el fogón que tenía Milagros tratábamos de hacer tortillas de la misma manera que ella, con esa práctica de años que se piensa igualar en dos horas, en dos días, o quizás en tres, pero que jamás conseguirás empatar. Aunque a veces mustias por el humo que contrasta con el sereno producido por la precipitación saben divinas. Sí las haces tú por que te sientes práctico, porque produjiste algo rico, y si las hace Milagros porque tiene práctica y siempre produce tortillas ricas que a todos nos saben a perfección. Esa perfección la consigues 2 pies bajo tierra cuando ayudas a Don Roberto a sacar el tubérculo, a fragmentar sus rizomas, dejando partes para las próximas cosechas, para acompañar a los demás que andan sumergidos. Son Don Roberto y Milagros padre y madre de la selva, de diez jóvenes choles que no sabes donde ubicar dentro del árbol genealógico, pues se pierden entre los árboles, se camuflagean con la corteza. Fueron ellos los que me trajeron a este lugar, por quienes me quedaría toda la vida en las jalapas. Llevan en su piel el color del teozintle y el olor de la hoja seca y de la tierra húmeda. Es ese olor del cual no me puedo despegar. Siento aún en mi paladar los tamales con un poco de tierra de río, de ese lodo que siempre llevaba conmigo aún acabada de levantar.

Alás, alás. En algún momento tenía que hacerse de noche, y la lluvia devuelve a todos a sus guaridas, nos esconde y nos envuelve en el calor de otros cuerpos, en los lugares más oscuros y que pudiesen estar secos. Por eso las noches las vivía en la hamaca, la oscuridad la sentía enredada Sbek, a ese Sbek robusto y colorido. A esa semilla que nunca logró adentrarse en mi cuerpo y que por eso no pertenezco a ese mundo, a ese mundo que tuve que dejar. Pero que aún siento en mi sudor y en mi andar. Todavía sudo como sudaba en la selva. En la noche sudo con olor a río, a los peces y al fango y en el día sudo a tortilla, a casabe y a madera quemada. Un sudor que al igual que todo lo demás se dividía entre día y noche.
En el día decorábamos esa tierra de colores, de semillas, y pintábamos lo que tuviésemos que pintar. Estudiaba las hierbas y me dejaba llevar por el río. En la noche me sumergía en la hamaca, trataba de entender lo mejor que pudiese las historias que se contaran y redescubría mi cuerpo y mis gestos, volviéndome cada vez más conciente de estos al ver que de ellos dependía toda comunicación. En una de esas noches contaban los más viejos que venimos todos del teozintle, pero yo vengo del plátano.

Me pidieron que me quedara, que me adentrara enmascarada en la tupida selva, en las montañas cubiertas de niebla, en la sierra. Que pisara fuerte con ellos, la pisada profunda de los mayas. Que me parara detrás de una pizarra y frente muchos niños y niñas que pronto llevarán máscaras, que labrara la tierra y presentara los tecnicismos de la semilla, o que continuara llenando la sierra y la selva de colores conjunto a los otros y las otras que la pintan. Que al fin cumpliera mis sueños guerrilleros, los que revivía en el avión y con los que me crié.
Pero no lo hice.
Fui poco a poco en mi regreso, empecé por volver al Huitepec, a mi casa peri urbana. Volvía a la realidad citadina, se acercaba el día de partida, tenía que reunirme con los de la beca, con los que me devolvían a un que hacer más real y cotidiano, a esa cotidianidad que tanto me atrae, que tanto quisiera transformar.

En fin me siento atada a un país que en momentos quisiera que no fuese mío. Para poder despejarme de sus calles y sus ríos, de sus casi ciudades. Cambio los ríos azules por las playas escabrosas, soy más picúa que piraña y por eso permanezco aquí, en el mar. Atrapada en este montículo de tierra que se posa en la espesura del agua.

Admito que siempre fui más plátano que maíz.


DERECHOS DE AUTOR
Ana Elisa Pérez Quintero

La última evaluación

Entré a mi oficina y me dirigí hacia los archivos. Mi vista merodeaba por el alfabeto hasta detenerse en la D, sobre un cartapacio que tenía inscrito el nombre de Marcos Dávila. Un dolor punzante se amplificó en mi abdomen al leer su nombre. Saqué el archivo y lo tanteé buscando la razón de mi martirio. Esa señal que explicase lo que en mi interior se había desatado, esa chispa que ocasionó el fuego.
29 de agosto de 2008

Primera consulta. Dávila había pensado suicidarse el día anterior. Su padre lo había golpeado cuando lo encontró pintando una acuarela en la que dos hombres se agarraban de manos. Subió a su habitación, una pequeña estancia ubicada en la azotea, con posters de estrellas de rock en las paredes y una pecera en la que una tortuga observaba desde su pequeño islote. Allí se acercó a su ventana y pensó acabar con todo.

Me gustaba, por primera vez en mi vida me sentía atraído por alguien mucho menor. Mi experiencia me decía que cuando un hombre de 40 años se enamora de un muchachito de 16, probablemente es la resignación a la vejez, la falta de amor paternal o un simple capricho; pero lo que sentía era mucho más que todo eso. Quería besarlo, abrasarlo para que ya no sintiera miedo, para que sepa que estaré ahí apoyándolo.
15 de septiembre de 2008

Segunda consulta. Me confesó que era homosexual. Su antropofobia fue causada por miedo al rechazo por su orientación sexual. Creció como cualquier niño siendo hijo único de una familia de clase media. Su padre le insistía en que asistiese a la escuela de arquitectura, pero a él le interesaban mucho más el teatro.

Cuando salió de la oficina se dirigió al comedor. Las voces de los alumnos le retumbaban en la cabeza. Sentía miradas inquisidoras que lo evaluaban de pies a cabeza. Escuchaba las carcajadas a su alrededor, mientras todo parecía ir en cámara lenta. De pronto se sintió incómodo, la antropofobia volvió a afectar, y se fue sin almorzar.
30 de septiembre de 2008

Tercera consulta. Nunca ha tenido pareja, siempre se ha dedicado a los estudios y nada más. No le gusta salir mucho, prefiere quedarse en casa. Comenzaba hacer más amigos en el colegio y participaba de actividades extracurriculares. Se le veía menos tímido, y conseguía sacarle una sonrisa de vez en cuando. Ese día le asigne varios ejercicios de autoestima.

Le di mi número, también planificamos una cita fuera de horario escolar en mi casa. Ya Dávila era totalmente distinto a como entró, su mirada era más vívida, poseía un brillo especial de esperanza; esperanza que alimentaba la mía propia.

10 de octubre de 2008
Cuarta consulta. Lo más temido ocurrió. Su padre le pegó nuevamente, pero esta vez mucho más violento. Al comunicarle al padre su deseo de estudiar drama, la furia no se pudo contener. Siete latigazos a correa y dos golpes en el rostro, fueron el resultado de su enojo. Su madre lo cuidó, le curaba las heridas mientras lágrimas de impotencia le bajaban por las mejillas.
Sonó el timbre, era él. Se le veía tan sensible, su piel me invitaba a acariciarla, alcanzar el éxtasis inhalando feromonas en cada centímetro de su cuerpo. Nos miramos a los ojos durante varios segundos que parecieron eternos. Los dos sabíamos lo que sentíamos, lo que nuestros bultos endurecidos gritaban bajo las cremalleras.

Extendí un brazo y le acaricie el rostro, él cerraba los ojos y se relajaba mientras me acercaba. Juntamos nuestros cuerpos, la respiración se hizo corta y sentía un retortijón en el estómago. Un beso fundió nuestros sentidos, las ropas cayeron y ambos quedamos desnudos, sentados en medio de la sala. Comenzamos a explorar nuestros cuerpos, una mano que viaja de norte a sur, una continua estimulación de zonas erógenas.

Quería que continuara, deseaba que lo hiciera mío, pero el miedo se apoderó de mí; el fuego quemó al pirómano. No podía continuar con esto, estaba incorrecto, no debía hacerlo. Le ordené que se vistiera, que esto nunca debiera ocurrir.

*****
Estuve visitando dos semanas consecutivas la oficina pero la secretaria me avisaba que el Sr. Zambrana no se encontraba. Hasta que una de las tantas veces que fui, la secretaria no estaba y me percaté de que la puerta de la oficina del psicólogo estaba entrecerrada y decidí entrar. La oficina estaba vacía, solo habían documentos y expedientes sobre el escritorio. Tomé en mis un cartapacio que tenía mi nombre escrito y leí el primer texto en su interior.

14 de noviembre de 2008
He acabado mi trabajo. Dávila ha superado significativamente sus temores. Sus padres están al tanto de su orientación sexual y lo han aceptado, aunque el padre aún conserva la idea de que es una confusión de hormonas adolescentes. Su sociabilidad ha aumentado drásticamente, consiguiendo un grupo de compañeros del colegio como mejores amigos. Esta es la última evaluación del joven Marcos Antonio Dávila Correa, abandono el caso dándolo por terminado.
Informe Confidencial preparado por el Dr. Ulises Zambrana, Psicólogo, para el Colegio Amsterdam.

DERECHOS DE AUTOR:
Freddie Ortiz

Blanca

El tren la mecía a veces abruptamente meneándola de un lado a otro, eran las doce de la medianoche. Las puertas abrían constantemente.
Estaba en brazos de su madre, se sentía acogida por unas manos frías muy frías. Cada vez que las puertas abrían, soplaban esos vientos del lago Michigan que producían neblina en el vagón. Los rieles la mecían. Su madre la arrullaba pero fría muy fría, como si una muerta la acariciara, estaba como muerta, helada.¡Estaba muerta!

Abrió los ojos asustada, eran dos pesadillas. El tren abría sus puertas nuevamente.

Eran las seis de la mañana y ella contemplaba la cera desde la ventana del piso 15. La nieve hacía la vista brumosa, decidió abrir y a consecuencia entró un frío infernal. Ella sacó la cabeza por la ventana y el viento filoso pareció haberle cortado las orejas con cuchillos de hielo. Su tía menor se levantó gritando:
-Melanie! What the fuck are you doing? Close that damn window. Shit!
Cerró la ventana helándose las yemas de los dedos pero no se movió de allí. La noche antes había empacado todo lo que necesitaba. Dobló sus camisetas en forma rectangular, hizo de los abrigos un rollo, los pantalones tenían tres dobleces todos y su único par de zapatos cerrados era el que calzaba. En la parte del frente del bulto organizó los artículos de aseo personal en estricto orden: Cover Girl, Crest, Dove, Gillete, Lip Balm, Lubriderm y aquel pote grande de Tylenol PM que atesoraba tanto. Puso su ropa interior en bolsitas de sandwich por colores. La colcha no cabe, meto la sábana gruesa.

Cuando divisó al cartero tomó su mochila, cerró su coat, se puso un gorro y desapareció casi fantasmal de aquel apartamento.
-I came to pick up my aunties mail, you know they can barely walk.
El postman le dió 3 cartas, dos de ellas finitas y con bordes desplegables que leían DHS.

Caminó hasta la esquina y montó la C-13 agarrada del tubo de metal del techo de la guagua que la llevó hasta el área de los Pawn Shops, Hot Dogs, Money Grams y cashitos donde se cambia el PAN por la manteca. Cambió los dos cheques que habían llegado arrepintiéndose de no haber hecho jugada tal durante los cinco años que las gordas desaparecieron la manuntención.
El negocito de hot dogs le acordó que no llevaba consigo comida. Que alivio. Guardó el dinero en el bolsillo de adentro del coat y caminó hacia la estación del tren.

-Melanie! Would you stop dancing already? This girl, she won't stop playing around!
-Titi I wanna take dance lessons

-Then go to the Y or something. Don't bother me.
-Yo no quiero hip hop titi yo quiero ballet
-Would you shut up and turn the tv on already. And please in this house your language is english. Don't be talking in boricua like your mom!

Ignorando sentirse ignorada se fué al cuarto y siguió bailando. Cogió las chinelas tejidas de la tía y jugó a que eran de cuero rosado con lazos de seda. Quería ser bailarina, tenía cuerpo de bailarina.

Las tías roncan roncan. Parecen dos elefantes tendidas en camas King desbordándose en carnes. La casa apesta siempre a comida y a sudor, a sopa de cebolla, a soap opera.

"Doors open on the left, this is our last stop for the night"
Línea Verde y sin transfer, se sujetó del metal de agarre del tren y salió de allí. Trescientos bucks en el coat, son las tres de la mañana, tres horas en el terminal, solo tres mas.

Era pálida, pálida, la noche la hacía ver aún más pálida. ¿O era la nieve?

Un coro de risas salía del lugar, risas femeninas, libidinosas que le despertaban el vientre a Melanie,éstas se sentían como cosquillas en el clítoris. Subió por las escaleras de emergencia y las divisó por los pliegues de la pared y la ventana, juntas, semidesnudas, coordinadas y cómplices. Rojo, rosado, negro, blanco como personajes de una saga de superheroínas exóticas, como modelos desvistiéndose luego de un desfile de modas, como bailarinas clásicas después de un performance, llenas de feminidad con los poros abiertos, me despertaron mucho deseo.

-¿Esta?, ésta va a terminar como la mai, dale par de añitos.[Ella escucha mientras acomoda su ropa en aquel maloliente apartamento]Era verano y tenía doce años de edad. Todas las noches en ese lugar al dormir veía a su madre blanca como una píldora, inundada de PM's.
Ando con las que pude recoger del piso y el gabinete, éste es mi amuleto, mi recuerdo maternal.

En la mañana el antro desaparecía, pasaba a ser un edificio enladrillado mas. El letrero no brillaba en neón, el reflejo interior rojo desaparecía aún dejándose leer el nombre: Popsickle. Cuando caminó hacia la puerta vió un papel que leía Dancers Wanted. Tocó la puerta que tardó un rato en abrir. El cristal tenía un tinte tan oscuro que apenas se notaba presencia adentro. Me abrió Elizabeth, la acompañé a subir las escaleras a un segundo piso donde había una barra, una tarima larga con dos tubos de metal y un tubo al otro extremo del salón con un mueble blanco que lo rodeaba. Se aspiraba un olor viscoso a cigarrillo húmedo y deseo.
-¿Cómo te ayudo?
-Vengo por el anuncio de la puerta
-Tengo que verte primero, quítate la ropa.
-¿Toda?
-La ropa
Empezó por el gorro que dejó ver una melena que aunque poco abundante era brillante, rubia y larga. Soltó el bulto, bajó el zipper del coat mientras Elizabeth descubría aquella sensualidad natural con que la chica se deshacía de su vestimenta. Tenía talento. Melanie se desabotonó el pantalón lentamente con la timidez de quien no es virgen pero tampoco puta, era excitante. Se agachó a desamarrarse las botas de invierno mientras Elizabeth con un ojo de cuarenta años de experiencia la vió con botas de obrero, ropa interior amarilla y casco, alimentando la bellaquera de quienes formaban parte de aquel gremio y aquel putero.
-Regresa a las tres, me interesas.

Tenía siete horas por delante, atuendos que comprar y se acordó que a veces hay que comer algo. Tuvo que obligarse a tragar un Mcmuffin con ganas de vomitarlo. ¡Pánico! ¿Y si se ponía como sus tías? perdería esta oportunidad de trabajo. Terminó la mitad de prisa mientras le bombardeaban imágenes de sus adiposas tías.

-Titi yo me quiero montar en los barquitos
-Maam si no caben en la atracción no pueden montarse y la nena no puede ir sola.

Botó el McMuffin restante y sintió asco de haber comido. Mejor no comer, se ahorraba dinero.

El tubo se sentía caliente, las palmas de sus manos resbalaban, se sentía viscoso y lleno de humedad. Cinco hombres la rodeaban relamiendo su cuerpo con las pupilas, era una relación a distancia con aquella rajita que solo podían ver los billetes. Elizabeth no la dejaba hacer cuarto oscuro, no quería quemar ese pedacito de carne nueva que se dejaba entrever a través de aquel conjunto. Lo más cercano que la podían tener los hombres era al roce de un billete. Y el billete rosaba su clítoris y el billete rosaba su pezón, su cuerpo era la orgía de Washington, Jackson y Hamilton metiéndose entre todos los pliegues del cuerpo.

El tubo de la escalera de emergencia estaba tan tan frío que los dedos se me quedaron pegados en el metal y tuve que correr de regreso a la estación del tren. La noche estaba gélida, freezing gélida y necesitaba dormir.

A las tres de la tarde y aún pensando que era muy flaca Elizabeth accedió darle la oportunidad y el entrenamiento. Melanie llegó esta vez preparada con un par de zapatos cerrados de charol blanco puntiagudos que solo tapaban los dedos del pié y el talón. Eran de alto tacón y tenían trabilla en el tobillo. También había comprado un conjunto con brassiere que se amarraba con lacito atrás y panty que amarraba con lacito en cada caderita. Se amarró su pelo en colita y luego de varios tips fué su debut.

Al final de cada jornada las muchachas aliviaban la tensión sexual acumulada durante la noche entre sí. Se masajeaban la espalda, los senos, no agresivamente como los clientes si no de manera sensual y delicada, se regalaban orgasmos con los dedos cansados de simular excitación dentro de la tela toda la noche. Todas se quedaban a dormir allí en aquel tercer piso.

-Este oficio es el arte de la intención y la sugestión. Si logras esto al comienzo te enseño a hacer tubo y lap-le dijo Elizabeth luego de explicarle que allí se trabajaba por propinas corporales.

Tomaba el tubo de metal haciendo un plié con las piernas abiertas sobándolo hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo con ambas manos, sensual, fuerte tras lo cual el aconglomerado grupo de hombres sentía venirse de un momento a otro. Y es que ese cuerpecito que no se movía como el de una niña blanca era un deseo no consumado aún. Aunque las demás strippers con cuerpos voluptuosos y más edad no comprendían el éxito de aquella nena tan flaquita, los macharranes que la imaginaban como una niña pequeña podían complacer sus deseos pedofílicos en ella. Cuerpo y piel de niña blanca que no era vírgen pero tampoco era puta, todo un deseo. Solo su ombligo generaba unos cien dólares la noche, ese pequeño orificio mimetizando el culito cerrado que no se dejaba ver por aquel volante.

Era blanco, como las píldoras que tanto atesoraba. Le llamó, como le llamaban a veces las pastillas, por su blancura.Todas lo consumían. Lo más que le gustó de ese polvo era que le quitaba más aún el apetito. Dejar de desear se convertía en su mayor deseo.

Nos fuímos a Las Vegas las seis, yo había ganado mucho mucho dinero. Lo gasté todo en el viaje, en carteras, ropa y zapatos.

-Told ya she was gonna end up like her mom.
-Está casi violeta
-We should call Robert

-I give a fuck if she dies or not, she's a mistake-contestó la voz de aquel hombre blanco por el auricular.

También los hombres que eran su clientela la dejaron de ver con deseo. La joven que en un principio parecía tener cuerpo de niña se convertía en esqueleto. Su cara angelical había perdido el brillo, se veía demacrada, drogada, la ropa se le escurría.

Después del viaje, Melanie quedó sin dinero y sin clientela, se sentía sola muy sola y necesitaba a su madre. Tomó su amuleto y metío las PM en su boca. Todas y cada una de aquellas 32 píldoras, "just like her mom".

-Hay que llevarla al Hospital, busca en el bulto a ver si hay un teléfono de algún familiar.
Dentro del bulto había una carta con fecha de dos años atrás, no la habían abierto aún.

Dormida y violeta en un mar blanco, oyendo a sus tías pero mirando a su madre yacía acostada en aquel frío hospital. En la esquina de la camilla, sentada en esa silla al lado de la cortina escurridiza se encontraba su madre. Sólo ella la veía.Veía las puertas abriendo y cerrando, veía el segundo piso, el volante, los lacitos, los hombres metiéndole billetes, la sábana, tenía frío quería la sábana.

-No, si es que ella no tiene remedio.
-Robert said that he gives a fuck whether she dies or nor.

Mami me llama, que se callen, que se callen. Me voy con ella, tengo que alcanzarla, me voy.

Al intentar alcanzar la mano que su mamá le extendía se agarró del tubo de metal de la camilla y cuando lo sintió en la palma de su mano caliente, resbaloso, viscoso y lleno de humedad, decidió despertar.



DERECHOS DE AUTOR
Noelia Cruz



La Fuga de Helena




"Helena y sus riquezas serán el premio del combate: el que venza, demostrando ser el más fuerte, lleva a su casa, como es de justicia, a la mujer con todas sus riquezas. "
Homero, Canto Tercero, La Iliada

Agarrada de un clavito estaba la imagen de la Virgen Gitana. Al lado izquierdo de esta, el espejo. El espejo de mimbre era grande, se imponía sobre el pequeño gavetero lleno de cremas, perfumes y otros frascos innumerables. En la esquina superior derecha estaba pillada con uno de los bordes la foto de Elena, la abuela. En la otra esquina, una del Cristo milagroso. La imagen se revelaba en el centro. Esa noche Helena se miró bella, más que nunca. Su pelo rizado y negro amarrado para que no le molestara cuando se maquillaba. Una línea negrísima y ancha cruzaba sus párpados de lado a lado, también en los inferiores, yéndose un poco más allá de su límite. Sus ojos almendrados se veían más rasgados. Había un reguero de tonalidades violetas que llamarían la atención de la persona más despistada del mundo. Las pestañas no necesitaban mascara, bastaba con su longitud y color para abanicarse el rostro entero. “Con unos ojos así cae cualquiera”, siempre le decía su abuela. Esos ojos eran capaces de provocar terremotos, y otras catástrofes candentes en el cuerpo de los hombres, quien sabe si en algunas mujeres también. No dejaba de mirarse, era un amor propio que sólo ella sabía valorar. Con el delineador pronunció un poco más el lunar que tenía en su pómulo derecho. Ese que también tenía él…


—Vente mi morenita, vente conmigo. Sí, ven. No te niegues. Compláceme morenita. Anda, complace a tu papi… ven.
Ella lo amaba tanto, estaba enamorada de él. Jugaba con sus cachetes, se los apretaba. Él le decía que la quería. Le besaba la frente.
—Mira, tienes uno igual que yo—le decía mientras presionaba su lunar. También le acariciaba el pelo, jugaba con sus formas.
Era una seducción leve, inocente. Ella lo quería mucho. Reía con sus caricias. Ahí fue que descubrió que le gustaba sentirse querida por los hombres.


Terminó de pintarse los labios. Le haría honor al cliché, a las divas de los cuarenta, a las que iniciaron la profesión, que seguro no existía nada más provocador que un par de labios rojos. Se retocó los pómulos, ya bastante rosados, un poco más de polvo en el mentón para esconder la cicatriz de aquel ataque horrible, fue la última vez que lo vio.
—Morenita, hazme caso. Cierra la boquita, no, mejor ábrela.
Su aliento cortaba, apestaba a un excesivo consumo de alcohol.


—No quiero, déjame—gritaba casi silente asfixiada por la mano de su progenitor. Él paseaba una navaja por el rostro de Helena mientras la escupía. La aguantó contra la pared. Comenzó a tocarla por todo el cuerpo. Helena lloraba. No podía hacer nada. Mamá era una cobarde, siempre desaparecía en esos momentos. Trató de zafarse, el presionaba más sus ingles contra las de ella.
—Tranquila, tranquila.
Cortó de un solo tajo el mentón de la niña para que entendiera que él era el que mandaba, que ella debía estarse tranquila. Elena, la vieja, apareció gritando para salvar a su nieta. Con un palo golpeó la cabeza del raptor de inocencias, lo hirió. Este salió corriendo como pudo de la casona de madera. La niña lloraba acurrucada en el suelo. La abuela lloraba de pie en la puerta. Él nunca volvió. Mamá tampoco.


La camisilla negra era bastante ajustada, el escote bastante dramático, anunciaba un juego divino de senos redondos y grandes. De su cuello colgaba una pequeña cadena de oro con una piedra negra. La camisilla terminaba justamente en la mitad del ombligo. Descubría una cintura bastante fina y unas caderas anchas pero apretadas. La falda de cuero negro mostraba más de lo que se supone que escondía. Helena la subió unos segundos para acomodar una pequeña daga en la liga que tenía apretada a sus muslos, “Ay mijita, toma esto, que ningún desgraciado te vaya a joder. Jódelos tu a ellos.”—le había dicho su abuela una vez mientras le entregaba la daga; bajó su falda, la estiró un poco. Se acomodó la medallita de María Egipcíaca, que una vez su abuela también le había dado por protección divina. Se soltó la melena, la alborotó un poco. Tomó su cartera. Besó la fotografía de su abuela y apagó la luz. Ya estaba lista para la cacería.
El cielo nocturno se veía totalmente despejado, buen presagio para la noche. La lluvia en esta ciudad no dañaría sus planes de depredadora. La vorágine inmaculada iba como gato en la noche, sigilosa, vigilando sus pasos mientras atravesaba los callejones oscuros que la harían llegar a la Avenida Principal. Entre los recovecos, los recuerdos se le aparecían como fantasmas, como martirios incesantes. Pasó por la casa azul de la calle Lerele. Ahí fue la primera vez que se acostó con un hombre a quien amaba ciertamente. Cuando hizo el amor y no cuando tuvo sexo. Antonio Flores se llamaba ese amor, un día se le desapareció, como la mayoría de los hombres que vinieron después. Por eso ahora ella era la que escapaba. Una noche con cualquiera era suficiente.


Veía a las niñas pequeñas correr sin miedo por esa suciedad, ella no podía hacerlo de pequeña. Tenía miedo de que el señor del lunar como el de ella llegara y se la llevara. Las miró y su miedo comenzaba a apoderarse de su cuerpo. “¡No! esta noche no.” Siguió caminando, los ladridos de los perros hicieron que acelerara un poco su paso. Recordó los intentos con la droga en los callejones sin salida, pero a tiempo descubrió que eso no era lo suyo. Lo suyo era la libertad, el sentirse en su piel y no en la distancia de la misma por más dolorosa que fuera la carga. ¿Qué cosa más horrible podría pasarle ahora, si todo lo vivió en la infancia? ¿Morir? No se preocupaba tanto por eso. Ya había sobrevivido a la muerte varias veces. El sólo arriesgarse a salir de noche por aquellos lugares era un esfuerzo épico. Pero ella tenía fe en sus encantos, en su capacidad de la fuga en momentos difíciles. La calle se lo había enseñado. A veces no tenía miedo de la gente, sino de sí misma.


Dos o tres piropos le fueron lanzados por algunos de los muchachos que andaban en una esquina pasando el rato. Ella los miró de reojo, uno de ellos había pasado por sus manos, la diversión no fue mucha, él creía quererla, pero ella no lo creía, ella era mucha cosa para él. Cruzó dos callejones más. Había uno que le traía pesadumbre pero no dolor. Era el más oscuro de todos. En ese sufrió una de las primeras consecuencias de trabajar en la calle. Varios en la oscuridad la tomaron a la fuerza. Desgarraron sus ropas, la arrastraron por el suelo. Le pegaron duro, la patearon hasta más no poder, uno por uno, cuatro, la violaron. –Puta, coge lo que tanto te gusta—le dijeron. Ellos no supieron que ella no sintió nada, ni dolor, ni rabia. Tampoco hubo vacío. En su piel se afloró una libertad en la que podía fluir sin conciencia.


Ya parada por fin en una de las esquinas de la Avenida Principal, esperaba el primer cliente. Mientras pasaba el tiempo, se hacía ideas en la cabeza, se imaginaba cómo sería su próximo hombre. Alto, bajo, gordo, musculoso. No tenía preferencia por ninguno. Esa noche se sentía amable, dadivosa, hoy más que trabajo, el polvo sería por diversión, con una recompensa monetaria. Un carro negro se acercó, ella curveó sus caderas hacia un lado. Caminó despacio mientras el hombre bajaba la ventanilla.
—Hola preciosura.
—Buenas noches guapo—nunca perdió los buenos modales.
—¿Qué andas buscando esta noche?
—No sé, tal vez algún hombre dadivoso, que sepa hacer disfrutar a una preciosura, como yo.—dijo con una sonrisa pícara


El hombre asomó su cabeza a la luz aunque no se apreciaban bien sus facciones. Eso sí, pudo notar que era bastante mayor, por lo menos para su edad, le podría llevar fácilmente unos treinta a cuarenta años. Ella nunca los miraba fijo a los ojos, no se fijaba mucho en sus caras, iba directo al grano, unas veces a disfrutar, otras si la situación lo ameritaba; por el dinerito.
—Me salió picarona la muchacha.
—No papito, algo más que picarona—le decía mientras daba una vuelta para que el comprador de carnes apreciara las suyas duras y firmes.
—Eso que tienes atrás, se ve caro.
—Es caro, pero si me llevas esta noche a un lugar cómodo puedo hacerte un descuento.
—A mí no me tienes que hacer descuentos, con semejante mercancía, es para ponerte en altar.
—Altar no, capilla ardiente.
Vio en su cara el entusiasmo. Él abrió la puerta del carro. Ella se montó con elegancia.
—Nunca te había visto por estos lugares.
—Es que no me paso en el mismo lugar todo el tiempo. Tengo diferentes puntos, me gusta moverme.
Comenzó a acariciar sus brazos. A desabotonarle la camisa. La oscuridad del auto permitía que su imaginación corriera.
—Oye, ¿no esperas a que estemos cómodos?
—Para qué, eso nos quita tiempo.
Se dejó acariciar la entrepierna, ella frotaba sus manos con una sutil presión mientras le mordía las orejas.
—¿Conoces un lugar que te guste por aquí?
—Después de esas dos luces, dobla a la izquierda, es un lugar espectacular donde se puede escuchar la playa. Y es barato.
—Perfecto—seguía conduciendo.—Podrías utilizar otras partes de tu cuerpo para jugar conmigo.
—Sin instrucciones papito, yo sé lo que hago.


El juego de la seducción era veloz. Ambos pasaban por sensaciones de recuerdo, algo había en ambos que comunicaba más que un toma y dame. Ella, la vorágine inmaculada de noches sin fin, cabeceaba en sus ingles como si fuera lo último que haría, él contraía el abdomen de vez en cuando, uno que otro quejido se escapaba de la boca de ambos. El camino hacia las dos luces se hizo eterno.
—Suave cachorra.
—Me pediste y yo complazco.


Llegaron a la luz. El dobló como ella dijo hacia la izquierda. Era una calle sin salida pero de frente se veía el mar. Había un local bastante iluminado. Leyó el letrero “Motel Troya”. Ambos bajaron. Él pagó la habitación como correspondía. Subieron las escaleras a toda prisa, las luces de los pasillos eran tenues. El sacó fuerzas, la tomó entre sus brazos. Ella se le enganchó como pudo, cruzó sus piernas por la espalda.
Cuando abrieron la puerta, el la tomó a la fuerza. La trepó sobre la coqueta, le quitó la camisilla y empezó a comer de la ambrosía tropical de sus pechos. Mordía, chupaba, lamía. La volvía loca. Con sus manos se abría paso por los pliegues bivalvos de Helena. Sentía cómo se humedecía, ella se quitó todo excepto la liga. Ella lo empujó, logró tirarlo sobre la cama. Apagó la luz con el interruptor que estaba pegado al espaldar. Logró entre la oscuridad sacar de su cartera un condón. Se lo puso con la boca. Comenzó a cabalgar. Se viraron en la cama. El ahora la embestía. Helena sentía como la pequeña daga la hincaba.
—Esto es una delicia.
—Tú cállate y sigue.
—Seguro que nadie te trata así, seguro que nadie te quiere como yo.
—No, nadie, nadie como tú—dijo Helena con un desespero por querer adentrarse en el mar de éxtasis y del vértigo total. Eso era lo suyo, eso era lo que le gustaba, lo que la llenaba, lo que la hacía feliz.
—Ay mi morenita—le mordía la boca—ay mi preciosura. Déjate ir, vente…conmigo. Piérdete morenita.



Nadie la había llamado morenita desde aquella vez. Helena abrió los ojos en la oscuridad. El recuerdo de esa figura casi borrosa se confundía con la imagen borrosa que estaba sobre y dentro de ella. La cama rechinaba con más velocidad. Con la mano alcanzó el interruptor y encendió la luz. Lo miró fijo a los ojos, era la primera vez que lo hacía. El casi terminaba. Ella dejó de sentir en ese mismo instante, sólo podía ver esa cara y llorar. “Que ninguno te joda. Jódelos tú a ellos”, fue lo único que le pasó por la mente. Toda la libertad, el deseo de seguir en la calle, de venderse al primero que veía, el disfrutarse cada cuerpo se quebró como un espejo que cae al suelo. Todo en pedacitos. Así estaba ella, en pedacitos tan minúsculos que se perdió, no se encontraba. Se acordó de la daga. La sacó con su mano. Intentó despegarlo de su cuerpo.
—¿Qué pasa? Ahora no. Tranquila
—No quiero más, suéltame.
—¿Cómo que te suelte?



Estalló la bomba, el volcán. Una explosión a sus sentidos llevó a que Helena enterrara la daga completa en el cuerpo del hombre. Se le trepó encima y comenzó a acuchillarlo. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho. Se paró tranquilamente, fue al baño, lavó su daga, limpió sus partes. Se miró al espejo, esa noche la inmaculada vorágine había sido corrupta, corrompida por todos los años de su ausencia. Vistió su cuerpo. Amarró la daga a la liga. Tomó la cartera y apagó la luz.




DERECHOS DE AUTOR


José H. Cáez Romero

Toda tu carne

Un espeso sudor bañaba tu piel trigueña y pecosa. Las gotas bajaban desde tu cuello, deslizándose así por el trayecto sin rumbo. La pegajosidad extrema y el hedor que germinaba de tu piel comenzó a inquietarte. Un espantoso dolor de cabeza te obligó a retirar inmediatamente los pinches de tu moño apretado, mientras continuabas tu paso hacia la ducha. Las horquillas caían al suelo, sin hacer ruido alguno. Paulatinamente tus cabellos fueron escapando del espiral y derramándose sobre tus pechos , tus hombros y tu espalda. Los rizos castaño oscuro, indomables e incordios, estaban por todas partes. Al llegar al baño comenzaste a retirar tus manguillos, bajaste tu leotardo hasta sacudirlo con los pies. Luego comenzaste a quitarte con mucho más esfuerzo las medias blancas que te llegaban hasta la cintura. El sudor hacía que estas quedaran impregnadas a tus dos musculosas piernas. Mojaste tu pie izquierdo y desnuda, entraste a la ducha que te esperaba con rica agua tibia. Mientras la presión del agua te caia en la espalda, cerraste tus ojos tratando de recordar todas las correciones del maestro. Más ''tun out'', no dejes de apuntar, manten el relevé y el dolor de cabeza seguía. Luego de un baño de quince minutos contados, Leyla se colocó su pijama gris y se dirigió hacia la diminuta cocina. Desde hace unos meses vivía en el estudio apartamento. Era pequeño y sencillo, pero acojedor. Las ventanas eran decoradas con cortinas transparentes y largas y un gran espejo estaba colocado en el centro. Algunos cuadros adornaban las paredes. Galatea de las esferas y Persistencia del tiempo de Dali, La columna rota de Frida Kahlo y algunas naturalezas muertas de Picasso. Famélica, luego de una interminable clase, comerías cualquier cosa. Dos cajas de cereal integral, un paquete gigante de lechuga, seis tomates, dos zanahorias, tres paquetes de ''celery'' , el abecedario en vitaminas, unas cuantas carnes y mucha agua, era lo que se hallaba en su nevera decorada con numerosos recortes del New York City Ballet. Decidió entonces preparase una pasta de cajita que tenía en la alacena. Se hartó con placer y se acostó a dormir.

La alarma sonó persistente , y Leyla despertó de un brinco. Azorada y desorientada se levantó rápidamente, se vistió, corrió hacia la cocina, agarró una botella de agua y se marchó de su apartamento. Con las puntas colgando de su largo cuello, llegó al inmenso salón repleto de espejos y barras. La clase no tardó en comenzar. Demi plié , estiro , demi plié, estiro, grand plié, mirando la mano , llego al demi y estiro. Port de bras, cambré , segunda , Demi estiro demi estiro grand plié voy adentro de la barra, hacia fuera ...y Leyla se concentraba cada vez más y más. Quería limpiar cada paso, que cada movimiento corporeo se ejecutara a la perfección. Mientras se movía , no podía evitar observar a sus compañeras de baile. Pies largos, cuellos largos, brazos largos sin ser hiperextendidos, cuerpos delgados, delicados y extensiones asombrantes.No habían rastros de curvaturas. La espina dorsal brotaba de sus espaldas sin esfuerzos. Las costillas se apreciaban una a una y en sus pechos se formaban líneas de huesos. Aunque la gente las consideraba anoréxicas, enfermas, excesivamente macilentas , ella las pensaba deslumbrantes.


Rond de jambe, uno, dos tres cuatro , degallé al frente al lado atras cierro quinta, ¿Leyla qué pasa con el turn out? Rond de jambe andedam uno dos tres cuatro degallé atrás al lado al frente plié... apunta maaas .... y el maestro le agarró el empeine empujándolo brúscamente hacia fuera. Mientras la pieza clásica de Ludwig Minkus sonaba, empezaba a sentir un calor insoportable que le llegaba al estomago, provocándole náuseas. . !Aprieta las nalgas! Relevé pase plié quinta relevé pase plié quinta piruette cierro quinta atrás. Al pasar dos horas de clase ya se sentía lo suficientemente caliente como para estirar. Se acostó en el piso de suave madera y comenzó a separar sus piernas de las maneras más trabajosas posibles. Ya no le quedaban fuerzas, y permaneció inmovil un largo rato.


Leyla llegó al anochecer a su apartamento hastiada de los regaños del maestro. Pensó que nunca sería lo suficientemente buena. Cuando entró a la sala se tiró al piso con todos sus motetes y zapatillas. Jadeante y con la garanta seca se paró de las lozetas frías, ahora húmedas y resbaladizas y mecánicamente se quitó la ropa caminando hacia la ducha. Ya era tarde; era tanto el sueño y la pesadez en su frente, en los párpados, que al salir de la ducha cayó dormida en la cama sin haber comido nada esa noche.


La maldita alarma. Lentamente se levantó con la mitad de sus greñas en la cara. Habían pinches regados por todos lados. El desastre en su pelo la puso de mal humor. No encontraba la forma de agarrárselo, de domarlo. Se restregó los ojos. Caminó hacia el baño y se lavó el rostro con agua helada para salir de la morra manañera. Esta vez se vistió pausadamente, comió un poco de cereal y salió a la calle. Aun tenía el sueño pesado cuando llegó al salón de clases.Había llegado tan temprano que aun se percibían rastros de oscuridad y sombras.Entre cuatro bostezos que se encargaron de acentuar más su casancio, miró hacia al otro lado del salón rodeado de espejos y se percató de una silueta. Caminó dos pasos hacia el frente y volvió a restregarse los ojos. ¿Será una de las bailarinas? Se acercó un poco más y notó que la silueta tenía piernas delgadas, pero no del todo. Sus muslos fuertes y grandes hacían exquisita su figura. Las deseaste al instante. Querías tocarlas, agarrarlas, disfrutarlas, apreciar sus contornos, descubrir el secreto que yacía debajo de las blancas medias. De repente llegó el maestro y encendió la luz. La figura que habías creído observar, ya no estaba. Permaneciste aturdida y en desasosiego unos minutos.El maestro te preguntó qué te sucedía y tu le dijiste que nada. Esa noche cuando te fuiste de la clase, no podías dejar de pensar en aquella sombra . Te obsesionaste con sus piernas. . Estabas ansiosa por ir a la clase al otro día, no para practicar y soportar los gritos del maestro, querías verla a ella. Tenías la necesidad de pensarla, de imaginártela desnuda cuando llegaba a su casa luego de la clase y se metia a bañar. Te obsesionaste con la idea de romper sus medias. Y tocar, solo tocarla.

Eran las cuatro y media de la mañana. Leyla había despertado con muchas fuerzas. Fue a la cocina a tomar un poco de leche que estaba en la nevera hace una semana y se dirigió a la sala. Colocó el vaso de leche en una mesita que quedaba cerca. Sintió un dolor punzante en los dedos de los pies. Siempre los había maltratado, pero nunca le habían dolido tanto. Decidió entonces quitar los vendajes y observar las heridas. Eran horrorosas. Los dedos sin uñas, y la sangre seca le dieron náuseas.Ya era demasiado el malestar. Una furia explotó en Leyla. Estaba hastiada de pretender ser la más flaca, la que no comía nada, la estúpida que soportaba gritos de un maestro. El coraje era tanto que su semblante enrrojeció y lágrimas salieron de sus ojos sin esfuerzo alguno. Sintió entonces unas enormes ganas de poseer el cuerpo que nunca fue suyo. Comenzaste a apretar tus pies con mucho fervor. Te agarraste las batatas y subiste con tus dedos hasta los muslos. Te acariciaste una y otra vez, de arriba hacia bajo, de abajo hacia arriba. No podías parar. En unos instantes el calor se adueñó de ti. Algunas gotas de sudor comenzaron a bajar por tu piel trigueña y pecosa. Te quitaste el primer botón de tu pijama, exhibiendo al espejo tus incontables pecas. No te habías fijado que eran tantas. Las pensaste hermosas. Querías tocarlas y jugar con sus formas en tu pecho constelado. Abriste el segundo botón, siguiendo el trayecto sin rumbo. Tus dedos se deslizaban hacia los pechos medianos y redondos, que siempre yacían aplastados bajo los negros leotardos. Tu mano temblorosa no quiso esperar más y prosiguió a apretujarlos con ímpetu. Era tu cuerpo, sólo tuyo, y lo descubrías esa madrugada. Una inexplicable corriente de bienestar atravesó toda tu carne. Deseaste entonces mirarte al espejo, contemplar la desnudez de tus piernas. La sala estaba oscura así que tuviste que esforzar la mirada aun más.Suspiraste sorprendida. Aquella silueta que habías observado en el salón de clase entre la oscuridad y el sueño, esa que ansiabas encontrar en el salón de clases esa mañana , eras tú.


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Zaira Pacheco