Sonata Número 9, Opus. 47.


Esa noche ella le pidió que el ensayo fuese en el teatro. Se encontrarían a las nueve. Él recién cumplía sus veintiún años y ella se disponía finalmente a darle un regalo. El escenario estaba iluminado por una luz tenue que relumbraba sobre el piso claro de madera. El piano permanecía en el centro, callado, con la tapa a medio abrir. Sofía había hecho transportar su Schickering&Sons hasta allí sólo para la ocasión. Planificó que este momento fuera lejos de su hogar para evitar las usuales interrupciones de su esposo o sus hijos. En este ensayo serían sólo cuatro: el piano, el violín, Antonio y Sofía juntos en el teatro solitario. Ella llegó mucho antes que él, calentó unos veinte minutos en su piano y le ajustó los martillos a éste para que sonara opaco. Ése era el color que necesitaba esa noche, opaco.

El piano se veía imponente con sus grandes patas de hierro. Aquel año cuando llegó a sus manos, el instrumento cumpliría unos cien años. Ella lo recibió tras negociar con una viuda de un gran concertista, quien pensaba que al deshacerse del piano de su difunto marido se olvidaría de todos los tormentos que éste le trajo a ella. Era una reliquia maldita con un sonido grande y capaz de ser tan oscuro como el color de su madera o tan brillante como sus 88 teclas.

Antonio entró por la parte de atrás del teatro y divisó a Sofía poniendo una partitura en su atril. Miró el traje color verde que ella llevaba puesto. Estaba muy elegante. El siempre la veía como su pianista acompañante aunque mientras tocaban siempre la sentía de una manera extraña y necesaria que él solo podía reciprocar con una frase musical.

Sofía sabía muy bien que los padres de Antonio le habían hecho aprender francés, así que cuando colocó el texto sobre el atril tuvo la certeza de que las palabras impresas entre pentagramas delatarían sus intenciones. Ciclo de Arietas Olvidadas, tradujo él una vez se acercó a la partitura reconociendo que éstas eran de Claude Debussy.

- ¿Canciones de Arte?, miró asombrado.

-Green. Quiero que la toquemos, es tu obsequio de cumpleaños

El tomó la hoja en sus manos y comenzó a leer aquel texto de Paul Verlaine

“Voici des fruits, des fleurs, des feuilles et des branches
el puis voici mon cœur qui ne bat que pour vous.
Ne le déchirez pas avec vos deux mains blanches
Et qu’ á vos yeux si beaux l’humble présent soit doux ’’


Ella comenzó a tocar el acompañamiento y él que no había sacado su violín aún, salió rápidamente del teatro. No quería escuchar el piano, todo lo que ella producía con sus manos lo confundía, incluyendo aquella carta que le dejó en su estuche esa misma noche. Todo podía pelearlo, todo menos lo que ella le comunicaba con aquel instrumento. No la vio más. Se había quedado con la extraña sensación de quien rechaza algo aún sin aún probarlo y luego lo desea incesantemente. A pesar de eso Antonio se decidió a proseguir solo, dejando todo atrás. Incluyendo ese sentimiento maldito que lo perseguía.

En una de sus presentaciones conoció a Irene y se comprometió con ella. Irene era todo lo contrario a Sofía, trigueña, de pelo largo, ajena a la música y diez años mayor que él. Luego de un año de relación le dijo a Irene que tenía su primera gira de conciertos alrededor del mundo. Ella le propuso esperarlo.

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Era otoño, y en el Memorial Hall, la balada de Chopin se colaba en los pasillos del noveno piso del Departamento de Música y se adentraba en el cuerpo de Antonio. Persiguió la pieza hasta asomarse a un salón donde encontró a Sofía sentada al piano. Cerró la puerta, la besó y la tomó por completo en la banqueta negra de cuero del instrumento. Ella decidió abandonar todo lo que tenía en su país por ir tras él. No dio explicaciones, lo único que trajo consigo fue su instrumento. .

Antonio había logrado éxito tras haber tocado el triple concierto de Vivaldi con su profesor de violín y con el legendario violinista Ruggiero Ricci. Luego de la ovación le ofrecieron una serie de recitales en el Kennedy Center, Carnegie Hall, Auditorium Theatre, Festival de Gesse en Francia y el Festival de Alba en Italia. Cerraría la serie en San Petesburgo, Rusia interpretando el Tchaikovsky.

Durante el tiempo que Antonio estuvo fuera Irene leía las reseñas de sus conciertos con Sofía, éstas los describían como "un dúo apasionado y excitante". Mientras más reseñas leía más adjetivos como "profundos", "acoplados" y "penetrantes" aparecían dejándola siempre muy celosa. Se llenaba de ira y le reclamaba cada una de las presentaciones a su Antonio. Este para tranquilizarla acordó transportarla al concierto que daría en el teatro de San Domenico en Italia. Para él éste sería el concierto más importante de su carrera pues tocaría el Stradivarius Vesubio 1727, el cual sería sacado de su estuche de cristal del museo de Cremora sólo para la ocasión. El violín llevaba unos sesenta años sin ser sacado del museo. Cada cierto tiempo un violinista entraba supervisado al museo a tocar el instrumento para mantenerle el sonido pero el Vesubio no había tenido la oportunidad de resonar en un escenario hasta ese entonces.

Irene llegó a Italia y fue recibida por uno de los oficiales a cargo del Festival de Música di Alba. Antonio no podía recibirla personalmente por tener que permanecer con la escolta del museo durante el tiempo que tocara ese violín. Esa misma noche sería el concierto. Un luthier y un curador sacaron el violín del museo con una escolta de doce patrullas de policías en un automóvil blindado con temperatura controlada. De camino al teatro Antonio se acordó de los ensayos con Ruggiero Ricci quien tenía un Stradivarius y siempre marcaba el tempo dándole cantazos en el diapasón al violín con el arco. En medio de la escolta iba montada Sofía vestida con un traje verde largo entallado, detrás, en el carro blindado iba Antonio con el violín y los oficiales del museo. En un carro aparte les seguía Irene ya cansada de tener que soportar lo que no le tocaba.. Cuando llegaron al teatro, a Irene la llevaron hacia un asiento separado especialmente para ella. Mientras Antonio tuviese a su cargo el Stradivarius valorado en más de cuatro millones de dólares, no podía separarse de él, ni de la escolta del violín, así que Irene tenía que permanecer sola hasta el final del concierto. Esa noche el dúo abría el recital con la Sonata Número 9 Opus 47 de Ludwig van Beethoven, la Kreutzer. Luego de ambos haber calentado, salieron juntos al escenario, afinaron sus instrumentos, se miraron fijamente a los ojos, respiraron a la vez y Antonio tocó la entrada de la Sonata que luego de cuatro compases contestó Sofía con la misma intensidad de aquel fortepiano que él había interpretado. Ella comenzó un crescendo que tomó él en sus manos y cayeron juntos en un sforzando climático que se sentía en el pecho de todos los allí presentes. Jugaron con las dinámicas hasta fallecer lentamente en un piano y un pianissimo que delataba una complicidad más allá del pentagrama.

Irene no podía creer lo que oía, ya no eran sólo las críticas que leía, ahora era ella la espectadora que presenciaba y escuchaba todo. Se dio cuenta que no cabía en la interpretación, no cabía en el escenario, y no tenía lugar en aquellas manos. Ella era como el silencio en la pieza. Aguantó con el pecho apretado aquella conversación intensa entre los instrumentos que ella no entendía. Sintió el sonido del Stradivarius en el vientre y presenció cómo el piano le quitaba a su Antonio en cada fraseo, en cada contestación. Sofía pasó la página frenéticamente y volvió a mirar a los ojos a Antonio, esperando su entrada al Adagio. En ese momento, en aquella nota suspendida, en aquel acorde quebrado, Irene se levantó de la silla y sin nadie más notarlo, huyó del teatro. Él la miró. Con un gesto de indiferencia, sonrió y retomó la pieza.
DERECHOS DE AUTOR:
Noelia Cruz y Teófila Gamarra

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