Muerte y Libertad


Sabe usted, Padre Juan, nuestra casa está en un lugar apartado en el que solo entran los que vivimos allí. Descansa en la cima de una pequeña montaña. Está rodeada en tres de sus lados por una muralla natural que impide la vista desde el exterior. En la parte trasera baja una larga y difícil escalera hecha de ladrillos desigualmente colocados, haciendo que sobresalgan filosas esquinas al encuentro de los aventurados caminantes. Al final hay un río que todos los días se pasea tranquilamente por la orilla. Vivíamos allí mi madre, mi padre y yo.


Desde muy pequeño fui muy tranquilo. Mi vida giraba en torno la escuela y mi santuario de cuatro paredes, mi habitación. Un pequeño cuadrado decorado con finos bordes que simulaban el sistema solar. En un lado estaba mi cama, en otro el gavetero donde guardo mi ropa, mi escritorio con mi computadora y un estante lleno de libros... libros que me habían hecho olvidar por ratos lo que ocurría en mi vida.


Me mostraba tímido e introvertido aunque siempre fui de mente muy despierta. Reconocía todo lo que pasaba a mí alrededor, sabía lo que ocurría en mi casa. Como ya usted sabe, desde el momento en que nací, mi padre trató de negarme. Lamentablemente, solo con ver nuestro gran parecido físico se sabía que yo sí era su hijo.


Mi madre… una excelente mujer. Siempre se ha sacrificado por mí. Sola ha sacado este hogar hacia delante. Pero Damián… mi padre, era cosa aparte.


Aunque no lo parecía, era un hombre poco culto. No puedo negar que era trabajador, pero todo lo que ganaba lo guardaba para él, lo gastaba con mujeres o bebiendo en cualquier cuchitril. Le encantaba vestir bien para impresionar a la gente. Delante de las demás personas era uno y en casa era otro muy distinto. Se creía que se las sabía todas y se pensaba a sí mismo como un dios. No creía en algo más allá de él. Era un inconsiderado y cuando estaba enojado reaccionaba de manera violenta… muy violenta…


La noche antes de su extraña muerte, era de madrugada, ya mi madre y yo dormíamos. Otra vez llegó borracho a nuestra casa. De pie frente a la puerta la golpeaba casi hasta tirarla. Mi mamá se despertó de golpe, con el corazón en la boca y temblando por lo que se aproximaba, se acercó… quitó el seguro y lentamente abrió la puerta hasta que entre la oscuridad de la noche distinguió la figura tambaleante de su marido.


Damián la empujó contra la pared… mi madre cayó al suelo llorando mientras se cubría la cara para protegerse de la lluvia de golpes que le propinaba su marido sin causa alguna… Escondido detrás de la puerta entreabierta de mi cuarto lo veía todo… Maldito hombre repugnante y abusador…


Ese día fatídico estaba él allí, al borde de aquella escalera. Distraído miraba al horizonte, quizás planeando alguna nueva manera de hacernos daño. De pronto sentí un escalofríos pasearse por cada centímetro de mi cuerpo. Ahí estaba… ese ser odioso que tanto mal nos había hecho. Estaba de espaldas a mí y frente a la larga escalera que llevaba al río. Mi cara se cubrió de un insoportable sudor, mis manos temblaban como loco y algo muy dentro de mí salía a la luz y me decía suave y atractivamente sin cesar:
“Hazlo”
Me puse de pie pero, simplemente… no podía avanzar. En ese momento la funesta voz repetía ahora insistentemente:
“Hazlo. hazlo”
Los chorros de sudor frío quemaban mi cara y recorría todo mi cuerpo humedeciendo mi ropa. Escuché otra vez la voz que me ordenaba a gritos:
“¡Hazlo… te digo que lo hagas!”
Levanté la vista, mis pupilas estaban dilatadas y solo miraban el objetivo.
Comencé a andar en silencio, el paso era rápido y seguro. Justo cuando llegué donde él ocurrió lo inesperado, se volteó y me miró a los ojos. Puse mis manos sobre sus hombros, la sonrisa que tenía dibujada en sus labios se fue desvaneciendo poco a poco mientras buscaba con sus ojos qué escondían los míos, entonces, le dije con toda la calma del mundo:
“Hola… y… hasta nunca…”
Sus ojos se abrieron como dos lunas enormes. Su cara completa por primera vez se llenó de terror al saber lo que inevitablemente sucedería. No tuve que hacer ningún esfuerzo para que perdiera el equilibrio y cayera. Solo pudo emitir un grito sordo… un grito que nadie escuchó.
Lo vi rodar por las escaleras. Cada peldaño fue como un látigo que condenaba cada uno de sus pecados. Todo quedó lleno de sus diabólicos fluidos… su sudor, su saliva… su sangre.
La escalera casi se convirtió en una alfombra roja por donde rodaba el cuerpo de aquel hombre sorprendido, no solo por el fatídico ataque, sino por el imprevisto agresor.


No se agobie, Padre Juan, todavía sentía su aliento. Por eso me senté junto a su moribundo cuerpo a esperar ese último suspiro que marcaría el fin de su asquerosa vida. Tosió, trató de hablar pero yo no lo escuchaba, su vida se iba apagando lentamente y yo… solo esperaba.


Cuando me volví a mirarlo otra vez… ya no respiraba. Su boca dibujaba una horrible mueca de dolor y sorpresa, y sus ojos reflejaban el terror que por primera vez sentía al saberse mortal.
En ese momento me levanté. Ningún remordimiento recorría mi cuerpo, hoy no siento el más mínimo temor por lo que hice. Soy culpable, culpable de liberar a mi madre, de liberar mi existencia y no me arrepiento en lo absoluto.


Hoy el río continúa su tranquilo paseo por la orilla, esta vez teñido de muerte y libertad.
Parece usted muy impresionado con todo lo que le he dicho Padre Juan, pero es cierto. Todo el mundo lo conocía, pero, a la misma vez, nadie sabía quién era en realidad, solo mi madre y yo.
Desde hace mucho había querido contarle todo a alguien, alguien que se viera forzado a callar y decidí que esa persona sería usted. Pero claro… todo bajo el secreto de confesión…
DERECHOS DE AUTOR:
Emmanuel Ocasio Acevedo

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