Soy más plátano que maíz

Eran las 7am y al fin llamaron la zona 4, siempre me toca en las últimas filas cuando viajo. Esta vez me iba completamente sola, no había con quien encontrarme en Chiapas a mi llegada sólo había un lugar relativamente seguro donde quedarme. Era la segunda vez que viajaba a San Cristóbal, y la cuarta que vez que iba a México.

Finalmente me dieron el fellowship de la National Science Foundation, esta beca me cubría para dos o tres viajes, iba entusiasmada con el proyecto, con ideas para contrarrestar los usos de los herbicidas en los cultivos. Me iba a contar hierbas en los altos de Chiapas, a perderme finalmente en los lugares que siempre me habían buscado.

En el avión iba leyendo todos esos artículos científicos de Miguel Altieri, de John Vandermeer, pero en mi mente sólo cabían los relatos del sub-comandante Marcos, de Don Durito de la selva Lacandona, de los Acuerdos de San Andrés, de la toma de la plaza en San Cristóbal y de la Otra Campaña. Luego de tres horas de vuelo para llegar a Miami, otras tres para DF y quien sabe cuanto más hasta San Cristóbal terminé concentrada en mis lecturas sobre transectos y cuadrantes, sobre manejo integrado de plagas, sobre facilitación y alelopatía en las interacciones planta-planta. En todo eso en lo que me había convencido a mi misma que me tenía que concentrar, en lo que pensé que trabajaría por el resto de mi vida. Por un lado pensaba en la ciencia de las plantas y la selva tratando de ignorar esas imágenes que fui formando en mi mente desde pequeña cuando leía de Gioconda Belli en la selva nicaragüense, de las guerrilleras en los tiempos de Zapata, de la comandante Elisa y de todas esas mujeres que desde muy chica admiraba. De pronto sentí el pequeño avión aterrizar en suelo chiapaneco, en ese aeropuerto conformado por un solo pasillo en Tuxtla Gutiérrez.

Salí a la calle con un frío veraniego que solo encuentras a las diez de la noche en los cerros chiapanecos. Escuché ese acento que tanto extrañaba y un: señorita quiere un ride. Contesté que sí, que si iban hacia San Cristóbal. Cuando ando en México pierdo todas mis inhibiciones y por tanto me monté con la familia que sólo había conocido por unos minutos en un intercambio de palabras en el aeropuerto. El más chico, un muchacho como de quince me preguntó: ¿De dónde es que eres, de Costa Rica?
No, de Puerto Rico y el padre me preguntó mi nombre como por tercera vez ¿y cómo es que te llamabas?
Adelita contesté.

Al fin nos aproximábamos a esos lugares que podía reconocer, a esas montañas san cristobalenses que había visto en marzo. Me preguntaron a donde me dirigía: A Ramón Larrainzar número 102.

Resultaron haber cinco 102 y a eso de las de las 11:30 de la noche iba caminando de lado a lado buscando cuál de esas sería mi casa por los próximos tres meses. Desperté a un par de mis vecinos próximos y finalmente en el frío del Huitepec, como si hubiese olido el romero que se encontraba en la puerta de lo que sería mi cuarto, encontré mi casa, rodeada de árboles de duraznos y flores. Mi casa era un cuarto grande de varias extensiones separadas por mitades de pared que habilité con dibujos, una greca para el café, unas flores de la sierra y una pequeña estufa que había que conectar y desconectar para calentar la tortilla y el jamaica. No tenía nevera ni ningún otro enser y por tanto se me dañaban todos los quesos que no me podía contener en comprar cuando iba al mercado por que sabía que en Puerto Rico los iba a extrañar y no los iba a poder volver a oler y saborear. Con esa fiebre por seguir conociendo las plantas y la gente que conforma este estado terminé perdiéndome en las áreas más al sur. Siendo alguien que vive muy cerca del mar y que pisa arena diariamente, no me pude contener y opté por desaparecer, o más bien por descubrir un mundo que no conocía.

A las 4 de la mañana salí hacia el sur y de aventón en aventón al fin me perdí en las áreas más calientes del estado.
No sabía donde estaba, sudé tanto que me sentí parte del sol. Me resplandecía el pecho y sentía mi cabello chorreando. Todo se volvía agua en estas áreas candentes, todo es sudor. Las flora también transpira e intensifica la humedad, se vuelve agua, el viaje es por puro río. Allí en ese afluente vi las primeras señales de vida humana, unos niños que me llevaban a alguna parte, que iban jugando conmigo a lo lejos, conmigo el extraterrestre de figura rara, al menos en esas áreas.

Nadábamos río abajo a ver que encontrábamos, a ver hasta donde llegábamos, cuando hallamos un cayuco en el medio de la inmensidad selvática. Estaba amarrado a un árbol que servía como indicador del comienzo de un camino. Los seguí por la vereda de lodo compactado, íbamos alejándonos del río y adentrándonos entre árboles inmensos a las áreas más remotas del Misol Há. Allí los niños se hicieron choles. Allío no hablaban español pero me mostraban todo, lo primero que conocí fueron las jalapas hechas del material de la zona. Con ellos corrí varios senderos, jugábamos con lo que encontráramos y subimos las cuestas que el monte iba formando, para tener que volver a bajarlas nuevamente.

Eso hacíamos nos mecíamos entre monte y río, subíamos y bajábamos las cuestas más empinadas de la inmensidad chiapaneca. Los niños me dirigieron a lo que me enteré era su tío que vivía en territorio del gobierno, no en lo que llamaban territorio autónomo. Nos pidió que lo ayudáramos a cargar bloques traídos por una ONG para construir unas estufas ecológicas y nos fuimos junto a él y a muchos otros señores y niños que acababa de conocer cuesta abajo. Un poco desesperada y cansada de un día tan largo los niños que notaban cada gesto y sentimiento que tenía s sin necesidad de hablar, me traían carambolas y otros frutos, que me hacían sentir en Puerto Rico y que quitaban la sed que traía.

Y allí estaba él, Daniel, con su piel dorada, con la frente sudada y la espalda asquerosa; pero tan feliz, cargaba bloques conmigo. Bajábamos por las sendas más largas de la selva, las que separaban la comunidad zapatista de la no zapatista. Cada vez nos adentrábamos más monte abajo, atravesando los matorrales, picados por zancudos y húmedos con ese sudor feliz. Con el sudor que te despoja de todo lo malo, o todo lo que piensas malo. Ese era el sudor que le bajaba por la espalda y que delineaba la fuerza que tenía en la misma. Era ancha con líneas que formaban los músculos jugando con la parte alta. Trabaja como escultor en la ciudad, me imagino que por eso estaba acostumbrado a cargar piedras. Cargaba los bloques transpirado, pero no con angustia, los cargaba como en un juego que tenía entre él y la montaña. No sé ni quiero saber cuanto caminamos, es la cuesta más larga que he bajado en mi vida. Todo por llegar a esa comunidad enmascarada, a la comunidad de las tortillas de yuca. De momento vimos el letrero pintado con la estrella roja Bienvenido a territorio rebelde. Comunidad Aútonoma Zapatista: Nuevo Progreso Aguas Azul

Adentrados en la profundidad del Misol Há. Estábamos cerca de las aguas azules que frotan el lodo, que hacen que el babote brille y delatan a los peces que desean cruzarlas. Pronto se vuelven turbias por que se aproxima la lluvia. Esa precipitación en revuelca que las hace ver sucias, las vuelve lodosas aunque sea por un día o dos, pues no todo puede ser paraíso. En esos días permanecemos sumergidos en la selva, en los lugares más recónditos tratando de hacer tortillas de yuca y maíz. En un alás, alás los niños nos llevan a sus jalapas, al lugar donde permanecimos por varios días. Con los bloques todavía en nuestros hombros entramos a lo que sería nuestro hogar por ese tiempo, a casa de Milagros Xoc y Roberto Yajaón. Eran parte de la junta del buen gobierno y de los únicos que hablaban castellano. Por lo que nos podíamos comunicar un poco mejor y aprender palabras para utilizar con las otras familias y los niños. Con ellos aprendimos a alás con el ak, y sembrar las pak’, pero mayormente permanecíamos de jalapa en jalapa cobijándonos del exceso de lluvia y tratando de entendernos sin palabras.

En medio de esa lluvia, en una de las jalapas húmedas pero calientes por el fogón que tenía Milagros tratábamos de hacer tortillas de la misma manera que ella, con esa práctica de años que se piensa igualar en dos horas, en dos días, o quizás en tres, pero que jamás conseguirás empatar. Aunque a veces mustias por el humo que contrasta con el sereno producido por la precipitación saben divinas. Sí las haces tú por que te sientes práctico, porque produjiste algo rico, y si las hace Milagros porque tiene práctica y siempre produce tortillas ricas que a todos nos saben a perfección. Esa perfección la consigues 2 pies bajo tierra cuando ayudas a Don Roberto a sacar el tubérculo, a fragmentar sus rizomas, dejando partes para las próximas cosechas, para acompañar a los demás que andan sumergidos. Son Don Roberto y Milagros padre y madre de la selva, de diez jóvenes choles que no sabes donde ubicar dentro del árbol genealógico, pues se pierden entre los árboles, se camuflagean con la corteza. Fueron ellos los que me trajeron a este lugar, por quienes me quedaría toda la vida en las jalapas. Llevan en su piel el color del teozintle y el olor de la hoja seca y de la tierra húmeda. Es ese olor del cual no me puedo despegar. Siento aún en mi paladar los tamales con un poco de tierra de río, de ese lodo que siempre llevaba conmigo aún acabada de levantar.

Alás, alás. En algún momento tenía que hacerse de noche, y la lluvia devuelve a todos a sus guaridas, nos esconde y nos envuelve en el calor de otros cuerpos, en los lugares más oscuros y que pudiesen estar secos. Por eso las noches las vivía en la hamaca, la oscuridad la sentía enredada Sbek, a ese Sbek robusto y colorido. A esa semilla que nunca logró adentrarse en mi cuerpo y que por eso no pertenezco a ese mundo, a ese mundo que tuve que dejar. Pero que aún siento en mi sudor y en mi andar. Todavía sudo como sudaba en la selva. En la noche sudo con olor a río, a los peces y al fango y en el día sudo a tortilla, a casabe y a madera quemada. Un sudor que al igual que todo lo demás se dividía entre día y noche.
En el día decorábamos esa tierra de colores, de semillas, y pintábamos lo que tuviésemos que pintar. Estudiaba las hierbas y me dejaba llevar por el río. En la noche me sumergía en la hamaca, trataba de entender lo mejor que pudiese las historias que se contaran y redescubría mi cuerpo y mis gestos, volviéndome cada vez más conciente de estos al ver que de ellos dependía toda comunicación. En una de esas noches contaban los más viejos que venimos todos del teozintle, pero yo vengo del plátano.

Me pidieron que me quedara, que me adentrara enmascarada en la tupida selva, en las montañas cubiertas de niebla, en la sierra. Que pisara fuerte con ellos, la pisada profunda de los mayas. Que me parara detrás de una pizarra y frente muchos niños y niñas que pronto llevarán máscaras, que labrara la tierra y presentara los tecnicismos de la semilla, o que continuara llenando la sierra y la selva de colores conjunto a los otros y las otras que la pintan. Que al fin cumpliera mis sueños guerrilleros, los que revivía en el avión y con los que me crié.
Pero no lo hice.
Fui poco a poco en mi regreso, empecé por volver al Huitepec, a mi casa peri urbana. Volvía a la realidad citadina, se acercaba el día de partida, tenía que reunirme con los de la beca, con los que me devolvían a un que hacer más real y cotidiano, a esa cotidianidad que tanto me atrae, que tanto quisiera transformar.

En fin me siento atada a un país que en momentos quisiera que no fuese mío. Para poder despejarme de sus calles y sus ríos, de sus casi ciudades. Cambio los ríos azules por las playas escabrosas, soy más picúa que piraña y por eso permanezco aquí, en el mar. Atrapada en este montículo de tierra que se posa en la espesura del agua.

Admito que siempre fui más plátano que maíz.


DERECHOS DE AUTOR
Ana Elisa Pérez Quintero

2 comentarios:

Maelo dijo...

Tremendo, tremendo.
Me encantó. Diferente, original.

Anaelisa dijo...

hum un poco tarde pero...gracias