Vacío Eufórico


Dos dólares. Dos billetes, arrugados y gastados por el tiempo y el uso, sujeta Florencia en sus manos frías y sudadas. El vestíbulo del Tisch School of the Arts de NYU jamás se ha sentido tan solitario. La saturación de caras desconocidas e indiferentes a su alrededor comienza a provocar que aquel pánico tan familiar resurja en su mente.

Te va a comer viva la mierda.

Florencia alterna su mirada petrificada entre el dinero y los estudiantes. No encuentra qué hacer: desayunar agua con un leve sabor a arena de café americano a las ocho de la noche o tomar el tren. Calmar el hambre por no haber comido en treinta y seis horas y trece minutos o ahorrar el caminar hasta el carajo viejo de Sunset Park. Las náuseas y el deseo de soltar un llanto inconsolable incrementan súbitamente.

Te va a comer la mierda.

Tu padre y yo no te ayudaremos a convertirte en un fracaso.

Florencia, paralizada en medio de la nada, se encuentra una vez más en su antiguo apartamento en la calle Bosque en Mayagüez. Un día en el que el otoño puertorriqueño vistió el cielo de gris, Florencia estuvo media hora parada frente a la puerta. No encontraba cómo abrirla y salir rumbo a su clase de Cálculo III. Ante una acción aparentemente tan sencilla, tuvo que sacar la valentía de donde no la tenía para dejar atrás tres semanas de encerramiento y aislamiento.

Cada paso que tomaba hacia el recinto se hacía más oneroso. Los condominios crecían y se le venían encima. Los estudiantes se convertían en mutantes que amenazaban su espacio personal y le apuñalaban con sus miradas fijadas en ella. Su visión cada vez se tornaba más borrosa, sus ojos inundándose con lágrimas.

No quiero ir, no quiero ir, no quiero ir...

Jóvenes, recuerden que sus carreras son para el resto de sus vidas.

No quiero ir, no quiero ir.


Su mente se silenció. No recuerda bien en qué momento fue, pero sus piernas dejaron de funcionar en la intersección de la Bosque y la Post. Se sentó en la acera ante su debilidad física. Sintió como las compuertas de la represa se derrumbaron y, con un gemido doloroso, soltó las riendas. Sus sollozos opacaron las voces de aquellos transeúntes que le preguntaban si estaba bien. Ignoraba el olor fuerte de orina y cerveza en la cuneta. No pudo hacer nada más que llorar.

“Mujer, ¿dónde estás?”

De vuelta a Nueva York, Florencia reconoce ese acento madrileño y el perfume natural del hombre que le susurra.

“No lo sé.”

“Mírame.”

Ella se voltea e inmediatamente se aferra en un abrazo con esa estructura corporal que emana seguridad. No siente la necesidad de obedecerlo. A ojos cerrados puede visualizar ese rostro de gitano español – sus ojos marrón llenos de compasión y ternura; su nariz protuberante que aun mantiene un grado de perfil fino; sus labios ligeramente gruesos que se esconden detrás de una barba algo descuidada; sus pómulos altos y definidos que le restan un poco a su masculinidad.


Acariciando su melena castaño claro y ondulado, Joaquín intenta consolarla.

“Estás donde tienes que estar.”

***

La vellonera emprende a llenar el local con la voz de José Feliciano cantando “Light My Fire”. Esta noche no hay performeros ni poetas ni jazz tropical en vivo en la tarima de aquel café teatro del Lower East Side. Sin embargo, eso no detiene a que el espacio esté casi lleno de neohippies bohemios que prefieren estar allí que en una barra en Midtown escuchando a unos borrachos encorbatados desentonando a Barry Manilow.

Joaquín observa cuidadosamente a Florencia mientras ella se devora una hamburguesa. Ella trata de disimular el hambre viejo que tiene, pero el sabor de las cebollas cocidas mezcladas con el queso americano derretido la seducen hasta olvidar los modales que le enseñaron desde pequeña. Levanta la mirada del plato y se percata que el patrocinador de su desayuno nocturno intenta leer sus pensamientos.

¿A qué le temes?” pregunta Joaquín.

“Después de luchar tanto para llegar aquí, siento que voy caminando por una calle sin salida.”

Inmediatamente, sus ojos marrones comienzan a aguarse. Pierde el apetito. Su garganta comienza a cerrarse.

“Sólo cambiaste de código postal. Estás a mitad del camino.”

“¿Qué hago?”

“¿Recuerdas cuando nos conocimos?”


Florencia sonríe.

“Me leíste las cartas del tarot.”

“La carta del carnaval.”

“Me dijiste que a pesar de sentir que estoy en medio de una algarabía, iba por buen camino.”

La ansiedad vuelve a desaparecer lentamente. Joaquín la contempla con tristeza.

“Aun no te lo crees.”

“Esa noche sí. Y la mañana siguiente. Sabes impresionar.”

Ahora es el madrileño quien se sonroja.

“A ti, a los hombres y una que otra tía.”

Ante unos segundos de silencio, el español continúa.

“Vamos a mi departamento.”

En esos instantes, Florencia se pregunta si este hombre ha olvidado el pacto al cual llegaron hace un mes atrás. La duda comienza a desarrollar un juego coqueto con su cerebro.

“Es muy tarde ya para que andes por Sunset Park.”


***

Dos dólares. Dos billetes sujeta Florencia en sus manos. La esquina de la Quinta Avenida y la Calle 8va está repleta de gente con prisa. Esta mañana no hay mutantes. El edificio del Tisch se encuentra de tamaño normal. A pesar de las diferencias estéticas, Florencia compara este momento con aquella mañana en la acera entre la Bosque y la Post.

Después del llanto le quedó un vacío. Se percató que no sentía más dolor. No sabía como describirlo, pero tenía una sensación que sólo lo podía definir como un vacío eufórico. Existía una mezcla de adormecimiento emocional con un exorcismo de los demonios que hasta unos momentos domiciliaban en su psiquis.

Una vez más, Florencia se encuentra en ese vacío eufórico. Guarda el dinero en el bolsillo de su mahón. Entra al vestíbulo de la escuela, le pasa por el lado a la máquina de venta de café y va directamente hacia el tablón de anuncios. Después de varios segundos, encuentra una hoja la cual notifica que se busca un asistente bilingüe en inglés y español para la Oficina de Estudiantes Internacionales.

Estoy donde tengo que estar.

1 comentario:

Unknown dijo...

Yo he sentido este viaje euforico tambien, es un buen relato.